Cosas esenciales de la vida

Del libro «Ayacucho: Cuentos que no son cuento», de Abel Guillermo Bruno.
Varios hombres llegaron a la casa de Saturnino Torterolo. Uno de ellos, el más decidido tocó el timbre y fueron recibidos por el dueño de casa. «Pocho», te venimos a invitar porque decidimos ir a cenar quienes integramos aquella formidable barra de amigos. ¿Te acordás?». Saturnino, después de observar un tanto extrañado a sus ex-compañeros de la adolescencia, les dijo cortante y sonante que no podía acompañarlos; él ya no estaba para esas cosas.
En sus años juveniles y un poco más, nuestro personaje fue uno de los puntales del grupo a la hora de organizar innumerables eventos, que tanto podían significar un baile en el pueblo como en el campo, un partido de fútbol o una excursión de pesca con asado y parrillada incluida. Siempre estuvo dispuesto. Nada escapaba a la inventiva de Saturnino: alegre, bromista, compañero y buen amigo en las buenas y en las malas.
Pero como sucede invariablemente, los muchachos crecieron y cada uno buscó el camino más conveniente para encarar la etapa considerada dificil de sus respectivas vidas. La mayoría contrajo matrimonio. Saturnino, tambien unió su vida a quien se encargó de anclarlo a la tierra con uñas y dientes. De tal manera, que se dedicó de cuerpo y alma a trabajar sin tiempos ni medidas, con el único fin de granjearse una sólida posición económica. No cupo otra cosa en sus vidas que acumular dinero y para lograr ese objetivo, ambos fueron dejando en el camino cosas esenciales e imprescindibles para ser felices.
Con ese espiritu materialista, Saturnino y su esposa accedieron al sueño de tener la casa propia, el automóvil cero kilómetro que utilizaban en casos estrictamente muy necesarios, y la obsesión de muchisimos pueblerinos, comprar un departamento en Mar del Plata, que obviamente alquilaron para hacer dinero, no para disfrutar de las bellezas de la ciudad balnearia. Después adquirieron otras propiedades en el pueblo, destinadas a aumentar el capital. Entre esas «particularidades», comenzaron a prestar dinero a altos intereses, fieles a la premisa de agrandar las cuentas bancarias, muchas veces a costa de la desesperación de ex-amigos y ex-conocidos. En los planes de Saturnino, no cabían los sentimentalismos. Esas cosas eran para los vagos, bohemios y mal entretenidos. Nada de consideraciones especiales ni despilfarros.
En ese inflexible transcurrir en procura de lo que consideraban el más lógico y natural de los caminos, la vida no los bendijo con hijos. Es posible que hayan calculado la pérdida de dinero y tiempo que esos «agregados» en sus vidas les implicarían. En el final de su existencia, Saturnino sufrió un «ataque» pasajero de sensibilidad y le confesó a una persona que fue a visitarlo a su lecho de muerte: «Creo que siempre estuve equivocado. No sé lo que nos pasó. En los últimos dias he tenido el tiempo suficiente para realizar un balance de mi vida y he llegado a la conclusión que después de haber tenido todo para ser feliz, hoy solo me queda mucho dinero que no podré llevarme a la tumba. A propósito, ¿sabés a cuánto cerró el dólar esta tarde…?

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