Centécimo octavo año de la caída de la piedra Movediza de Tandil

29/02/1912 – 29/02/2020
La Piedra Movediza de Tandil es un fenómeno mundialmente reconocido por su singularidad, una mole de granito de más de 300 toneladas que extrañamente se mantenía en el delicado equilibrio al borde del cerro y se meneaba imperceptiblemente. Hasta el día de hoy se comenta que, con anterioridad a la caída, por muchos años, se colocaban botellas de vidrio debajo de ella y esperaban unos minutos que el balanceo lo explotara. Fue un 29 de febrero de 1912 (año bisiesto), a las 17 hs, sin que nadie pudiera explicarlo, que se desplomó la famosa piedra movediza provocando un gran estruendo. Se cayó girando sobre sí misma 90° hasta llegar a fondo de la ladera. Capricho de la naturaleza: recordamos hoy, precisamente en un año bisiesto, este magno acontecimiento.
El origen del nombre de Tandil está relacionado a un cacique indígena que habitaba en la zona. Sin embargo, también se cuenta que existía un río llamado de esa manera antes que el cacique. Otros hacen un estudio de los vocablos mapuches o araucanos, donde “lil” que podría ser una deformación de “dil” equivalente a roca o peñasco. En cuanto a “tan” se dice que deriva de “thau”, que significa nada menos que “latir”. Según los estudios realizados a tal fin, arribaron a la conclusión de que Tandil significa “piedra que late” en obvia referencia a la piedra movediza.

REMEMBRANZA
Transcurría el año 1962 en Ayacucho, entrando la primavera, cuando tuve un reencuentro con un amigo especial, que culminó con una cena pantagruélica, ni más ni menos que con Don Justiniano Reyes Dávila, que venía acompañado de Osiris Rodríguez Castillos, poeta, escrito, compositor, guitarrista, y cantor del género folklórico; ambos uruguayos. Reyes Dávila venía de la locución de radio Carve de Montevideo; humorista de los grandes y representantes de grandes editoriales argentinas y extranjeras, que dejó amigos y recuerdos inolvidables en Ayacucho (medía 1,68 y pesaba 130 kg). La noche transcurrió entre cuentos de buen humor y folklore de primera mano. Fue un encuentro amigable, profundo y memorable que no olvidaré jamás.
En virtud de que el “gordo” (apodo que utilizábamos sus amigos) se encontraba radicado en la ciudad de Tandil, fue motivo para discurrir sobre la elección de su nueva residencia. Fue así que nos manifestó que había encontrado su lugar en el mundo. Y en ese ir y venir sobre la serranía, el clima, el potencial industrial, el crecimiento, su importancia agrícola ganadera, su crecimiento demográfico, mercantil, financiero, cultural, turístico; y al unísono los tres expresamos… ¡y la piedra movediza! Acto seguido nos hizo un amplio e interesante relato de la misma que nos dejó asombrados; además nos sorprendió al manifestarnos que tenía en su poder un folleto que contenía el artículo de Don Ricardo Rojas (poeta, dramaturgo, orador político e historiador) publicado en el diario La Nación al día siguiente de su caída intitulado La Piedra Muerta. Transcurrido un breve tiempo me lo hizo llegar, circunstancia que me permite en la actualidad transcribirlo literalmente.
El lector encontrará cambios léxicos-semánticos que responden a una actividad lingüística. La lengua está viva, las palabras cambian, se desarrollan, incluso mueren temporalmente y pueden renacer con otro significado adaptados al momento actual.
LA PIEDRA MUERTA
Yo estaba ayer en el Tandil, cuando, al atardecer, el pueblo entero se conmovió al rumor de que la piedra que dió fama y espíritu á la ciudad pampeana, habíase, de pronto, derrumbado falda abajo del solio de misterio donde por tanto tiempo la admiraron. El estupor de las grandes catástrofes colectivas, un estupor incrédulo y fatal, cundió en el alma de la muchedumbre emocionada. Voló de labio en labio la insólita noticia: deteníanse los transeúntes para comunicarla; avisábanla desde su puerta los vecinos; llevábanla con presteza, invisibles agentes, hasta el suburbio de las quintas lejanas. El eco inesperado de aquel pregón siniestro, repercutía de alma en alma con idéntico acento de tribulación, de protesta, de asombro. Eran los mismos ecos que despierta en el corazón de la sociedad, el robo de una obra célebre, la ruina de un edificio ilustre, la muerte de un gran patricio convertido por la gloria y el tiempo en numen de su pueblo, la brusca inquietud de los regicidios, el anuncio de los flagelos inevitables.
Y es que la piedra movediza era para el Tandil como su lido para Venecia, como su torre para Pisa, como su golfo para Nápoles, como su vega para Granada, como sus almenas para Avila, como su cerro para Montevideo, como su bahía para Río, como su colina para Montmartre, como su floresta para Tucumán.
Era, quizá, más que todo ello ante la conciencia de aquel vecindario, pues entre los rasgos de la naturaleza que dan fisonomía á las ciudades, la piedra caída ayer, no era un espectáculo sino un misterio, no era un panorama sino una presencia. Como tal lo sentían en su corazón todos los seres que hoy deploran su inexplicable derrumbamiento: como un misterio desvanecido en la sombra, como una presencia que ya no tornaremos á contemplar jamás.
La noche era inminente cuando cundió la noticia. Tras de las cimas familiares el sol hundióse en occidente, velando el anfiteatro que las sierras circundan y definen, y el blanco caserío de la ciudad acongojada. Las azoteas se poblaron de gente, fijos los ojos de ansia dolorosos, allá en la negra crestería de los montes amados. Suele morir la tarde en este valle con una bella y desfallecida dulzura, que tiene algo de melancolía, por el matiz sutil con que la luz se esparce y decolora sobre el cielo sin nubes, del oro leve á un pálido violeta que preanuncia la sombra. Brillaba tal ayer el cielo del crepúsculo, cuando el gentío de las azoteas urbanas buscaba en el horizonte montañoso, la silueta de la piedra adherente, que solía cortarse á contraluz sobre la tarde dorada. Hace apenas dos tardes, volviendo de la serranía, la contemplara yo hacia la lejana linde del pueblo, sobre su negro monte liminar, y habíaseme antojado, bajo la alucinante perspectiva del anochecer, alguno de esos negros castillos roqueros, que recuerdo haber visto, sobre el horizonte de las tardes, en la tierra cristiana de Castilla. Buscábala el vecindario sobre su cerro, y al descubrir la cima rasa, la pesadumbre de semejante verdad planeaba sobre el pueblo, como el augurio de una enorme catástrofe, o como la catástrofe misma. Algunos se negaban al testimonio de sus ojos; otros lo comprobaban con protesta; no pocos partían, en ese mismo instante, y á pesar de la noche inminente, camino de la piedra, para cerciorarse mejor.
Si el derrumbe era la obra de una mano criminal, el pueblo pediría á las autoridades que se lo entregaran al autor, para ajusticiarle cruelmente. Pregustaban algunos en su exaltación, el pedazo de carne sacrílega que habría de tocarles en la venganza. Todos sentían como un dolor religioso ó filial. Yo mismo lo sentía: era la tierra de la patria siniestramente mutilada en uno de sus mejores signos de misterio y belleza por la mano invisible del Tiempo.
En esa tensión de ánimo, partimos por «el camino de la Movediza», como tradicionalmente llámase en el Tandil, á la ancha carretera que desde las calles adoquinadas del pueblo, corre entre chacras y alfalfares, hasta el pie del famoso monte. En el barrio del Hospital y la Estación, pasa el camino por una altísima y tenebrosa alameda, tan profunda de solemnidad á la hora incierta del anochecer, que parece hecha para proteger lentos coloquios sobre el amor, sobre la fatalidad, sobre la muerte, como que flota entre sus aceras umbrosas y rumorosas, el sombrío encanto de los temerarios paisajes de Kubin. Traspone después la carretera un pequeño puente blanco, que domina, entre algunos sauces pensativos, rincones de románticas arboledas y de sierras lejanas. No aparecen, camino adelante, mejores cuadros que señalar, pues va el camino media legua á la vera de los alambrados simétricos y horizontales de las chacras pampeanas. Llegados al pie del monte es menester subirlo por un sendero donde peldaños de piedra rústica ó labrada, escalonándose en sinuoso faldeo, forman estribo alpestre. Una vez en la cumbre, el peregrino llega á la ancha base de granito, donde se apoyaba la piedra oscilante. Es una torre singular desde la cual se otea hacia el este y el sur, la dilatada extensión de la pampa, mar verdadero ante esa atalaya. Es un belvedere espontáneo, que desde el occidente hacia el norte, muestra la sucesión de las canteras, de las serranías, del pueblo blanco en el cercano valle. Es una gran roca cimera, plana y articulada por el naciente con la escarpada senda del ascenso, y por el poniente redonda, y escurridiza en brusca rampa hacia el inmediato precipicio. Era esta leve sensación de abismo, lo que daba á la Movediza en su altura, una evidencia de peligroso equilibrio, de inminente caída, tornando así más emocionante el ya singular fenómeno de su animación.
Cuando llegué hasta la sierra, llevado por el deseo de comprobar los rumores que circulaban en la ciudad, era ya casi de noche. Una agitada muchedumbre hormigueaba al pie del monte, se diseminaba por las cercanías, negreaba sobre la cumbre, subía y bajaba por la escarpada senda. Oíanse las mismas apasionadas parlerías que en un momento antes por las azoteas y calles del pueblo: conjeturas, noticias, lamentaciones, denuestos. Acababa de encontrar, por el camino, coches, automóviles, bicicletas, caballos con tres peregrinos montados á escote en la misma cabalgadura. Los que venían, daban voces á los que llegaban, al cruzarse en la carretera: «¡Rota en dos pedazos!» «Se acabó la Piedra!». Los que oían, continuaban, todavía incrédulos, hasta verla. Flotaba en el aire una inquietud de fatalidad. La sombra del anochecer impersonalizaba aún más aquella muchedumbre; velaba los rostros; acentuaba el misterio de las actitudes y las voces. El gentío se renovaba: hombres, mujeres, niños; obreros, señores; todos iban por la escarpada senda, en ascensión acongojada, acezante, difícil. El vasto bloque semiobscuro del cerro, con aquel penoso arrastre humano por su falda, asemejó, de pronto, lugar sagrado ó sitio fúnebre, rústico santuario en día de peregrinación, ó uno de aquellos montes santificados por el fervor popular en las tierras propicias del Oriente. Y cuando yo también llegué á la cumbre, y me cercioré de que la piedra faltaba, y la espié yacente y rota en su precipicio, recién caída como en una tumba, comprendí toda la honda emoción de aquella muchedumbre que aquilataba de congojas humanas el impávido misterio de la naturaleza, y elevando mi propia emoción hasta las alturas del ensueño, recordé de otras piedras como ésta, que los pueblos antiguos adoraron: piedras llamadas «de la verdad», piedras llamadas «del destino»; las piedras de ordalía en cuyo movimiento los sacerdotes escandinavos consultaban los designios del tiempo; draconcias consagradas á la Serpiente y á la Luna, como aquella Otizoë de la Persia, que aconsejaba á los magos en la elección de sus príncipes.
Me ha tocado, como veis, la triste suerte de contemplar á la nuestra del Tandil, un instante después de su derrumbamiento. Casualidad tan emocionante, se me antoja un designio, dada mi propensión druídica, y me señala como un deber la publicación de esta crónica. Yo veía en aquella piedra, uno de los mayores signos de elección, entre tantos que la Providencia ha dispensado al territorio de nuestra patria. Hubiera sido la Draconcia del Plata, hubiera sido nuestra Otizoë, el día que todo el pueblo argentino, ya en posesión de su conciencia y de su misión americana, hubiera podido rehallar en ella la secreta clave con que se interpretaba sus movimientos, en la edad de los dioses y de los héroes. Ignoro si los indios de la pampa la hayan alguna vez adorado. Quizá los hombres de la sumergida Atlántida la conocieron, como afirma la Doctrina Esotérica respecto á otras piedras animadas del viejo mundo, ó á las ruinas ciclópeas de la Isla de Pascua y de Tianihuanaco. En medio de nuestra época envilecida, el pueblo actual de esta nación predestinada, nunca vió en ella sino un objeto de vanidad municipal, ó una curiosidad de turistas, ó un lugar propicio para la propaganda mercantil. Colocaban los visitantes en su base vidrios de vasos y botellas rotas para que el leve movimiento de la enorme mole los hiciese crujir.
Tatuábanla con sus nombres y monogramas los inevitables cretinos, para que ella prestara á tan pueril gloriola un poco de su eternidad. La profanaba con abigarrados anuncios el desenfreno de los mercaderes, ya fuera éste vendedor de lociones contra la caída del cabello, ó aquel fabricante de novísimas pócimas para restaurar la precaria salud de los hombres. Hubo quien, temeroso del pincel y la tinta efímera, esculpió á golpe de punchote y martillo, su nombre perecedero sobre el granito de la base. Las autoridades de la nación, de la provincia y de la comuna, los tres órdenes del estado, asistían indiferentes á tanto exceso de inconsciencia, de barbarie, de sensualidad. Nunca oyeron las voces que pedían para ella parques, seguridades y guardianes. ¡Antes no se presentó un día cualquier sindicato europeo á comprarnos el cerro misterioso para establecer en él pingües canteras! Tan rendidores son aquellos montes de granito, que un propietario de las inmediaciones se ha negado á vender el suyo, que es pequeño, por tres millones de pesos. Ya veis si habría granito en el de la Movediza, que es enorme, para dividendos y «comisiones», como los políticos llaman, con refinado eufemismo, a las coimas del cohecho. Y estoy seguro de que lo hubiesen vendido. ¿No hemos puesto, acaso, la patria toda en pública subasta ante el mercado del mundo? Se me ocurre pensar si este derrumbamiento de «la piedra sagrada», no será una venganza de nuestros dioses, ó el anuncio de un gran castigo sobre su pueblo.
Ya sé que mis lectores se negarán á aceptar estas supersticiones. Seguramente se negarán á aceptarlas hasta los que atribuyen virtud á las piedras preciosas, y creen en el misterio de los astros y de las aguas bautismales. ¿Por qué aceptáis que el ónice se halla bajo la influencia de Saturno, y la amatista de Marte, y el ágata de Mercurio, y la turquesa de Venus, y el ópalo de la Luna? ¿Por qué vinculáis estas influencias secretas á los días de la semana, á los signos del zodíaco, á la fecha de vuestro nacimiento, al nombre de vuestros amores? La doctrina oculta que ligaba estas fuerzas en la compleja trama de la vida, ha sobrevivido en el simbolismo mágico de las joyas; pero entre tantos elementos olvidados ó corrompidos de la verdad esotérica, debemos recordar que, como las gemas, las piedras opacas también sustentaron símbolos o influencias en la sabiduría y en las religiones arcaica. Los pueblos de la edad divina lo reconocieron. Las hubo que cambiaban de lugar como las que movieron Trophonio y Agamedes, en Delfos, al són de su lira: los himnos prehoméricos han conservado su recuerdo. Hubo las que seguían á los hombres ó las que caían de sus murallas al son de las trompas, como los libros bíblicos lo han referido. Las hubo oscilantes, al modo de la nuestra, como la «clacha-brath» de los celtas; las hubo que volvían á su lugar, como aquella de la Isla de Mona, según el testimonio de Giraldus Cambrensis. Unas fueron pequeñas, otras enormes como «la piedra colgante» de Salisbury Plain, monolito de 500 mil kilos. De la nuestra se afirma que pesaba un millón; bien podía ser, pues, el amuleto de un pueblo. La fuerza ó numen que la sostenía, la ha dejado caer y morir. Preservémonos de ella. Si era misteriosa cuando oscilaba, no lo es menos ahora, cuando yace, inanimada y rota en su abismo, como un cadáver en su tumba. Los pensamientos de los hombres, buenos ó malignos, son fuerzas de la tiniebla, donde se genera el misterio del mundo. La Blavatsky cita una frase de Apolonio de Rodas sobre cierto género de estas piedras oscilantes: «Piedras colocadas en la cima de un túmulo, y tan sensibles -dice- que se movían con la mente»…
Sin duda os sorprenderá que insista sobre este aspecto esotérico del fenómeno que ha terminado el último día de Febrero en el Tandil, ó que ha cambiado simplemente de forma. Pero lo hago porque no sé que la ciencia positiva ofrezca sobre él nada más que conjeturas. Por otra parte, la geología y la paleontología, son excelente camino para llegar á la frontera teosófica, á la cual llegó de modo tan inesperado y genial nuestro Ameghino. La lenta acción del fuego, del viento, de las aguas, en cataclismos brutales ó lentos aluviones, bien puede ser el modo de obrar de otras potencias ocultas sobre las pesadas masas del orbe. Adviértese, desde luego, en el Tandil, la acción externa de los elementos. Me he complacido durante días, en emocionantes paseos por la pampa y la sierra, el imaginar la milenaria labor de los fuegos y de las aguas, sobre la fisonomía de aquellos paisajes. La región orográfica del Tandil es, desde luego, una isla geológica en nuestra pampa. Su serranía debió de ser, en remotísimos siglos, una isla real, ó una sucesión de peñascos sobre los mares primordiales. Cataclísmos posteriores determinaron la elevación patagónica, probablemente sincrónica al hundimiento de la Atlántida en el hemisferio norte, o de la Lemuria en el sur, que es quizá, la Gundwana de los geólogos. La existencia del mar en torno de aquellos cerros, puede conjeturarse por el yacimiento de minas de arena á poca profundidad, y por uno que otro fósil marino encontrado en las precisas excavaciones de los pozos urbanos. De este modo, la pampa que hoy rodea las sierras, parece perpetuar todavía, ante los ojos del contemplador, la visión de los mares antiguos, en la inmensidad solemne de su llanura. Abundan en la serranía grandes capas de bloques de granito y gneis perpendiculares, denunciando la violencia de una subversión anterior, sin duda producida por el fuego. Dan fe de estos cataclismos la rotura de los terrenos y los fósiles encontrados en las minas de arena. Tal cataclísmo, debió arrojar al aire enormes bloques de granito, que volvieron atraídos por la gravedad, á caer sobre las cumbres de aquel suelo plutónico. De estos enormes bloques sueltos, está poblada la serranía tandilense, habiendo algunos de forma y posición tan originales, como la piedra suelta y redonda llamada El Centinela, ó las que forman, en la falda de la Movediza, la caprichosa gruta conocida por «La boca del diablo». Sobre tales cerros han debido rodar y batir durante millones de años las ondas embravecidas de aquel océano anterior á la cuenca de nuestro río de la Plata. Vése la huella de tan viejas olas en la redondez que caracteriza á todas las piedras, principalmente en el cerco de la Movediza. Esa lenta labor de las aguas, pasando sobre la gran roca cimera, hoy redonda y caediza, sería el agente que habría ido desgastando por su base a uno de los enormes bloques yacentes sobre el cerro. Tanto y de tal modo lo desgastaron las aguas, que fueron reduciendo la base al pequeño muñón chato y redondo que le servía de apoyo, según he podido verlo, hoy que esa piedra ha caído. Así la enorme mole, antes quieta como las otras, habría cobrado animación y movimiento, sobre ese punto de casual equilibrio. El pequeño punto de apoyo, gastándose a través de prolongadas edades, por la acción de las lluvias y de los vientos, por la detrición de los vidrios rotos y las oscilaciones violentas á que la sometían los turistas habría producido ayer el brusco derrumbamiento.
He ahí la explicación racional, que con los datos de la ciencia y de propias visiones sobre el paisaje, forjaba mi fantasía ante el desastre. Pero las objeciones, racionales también, se alzaban en mi mente. La piedra Movediza del Tandil, no era un fenómeno único en la tierra. Se habla de otras análogas, según lo he recordado, en Bretaña, Escandinavia, Irlanda, Persia, la India. Su peligroso equilibrio, en alturas abruptas o planos de inminente caída, es posición demasiado singular, para que viéndola repetida, la consideremos creada por la ciega casualidad de los elementos. Su pie era un punto pequeño, tanto que le permitía moverse; su apoyo era una piedra caediza y redonda. En viéndola se admiraba su oscilación, pero también causaba asombro su equilibrio. Hace apenas dos días, moviéndola yo mismo, la agité en demasía: creí que si continuaba agitándola, podría voltearla, y retrocedí espantado ante el peligro. Las personas que me acompañaban, dos amables vecinos de Tandil, me aseguraron que tal peligro era ilusorio; que ni los bueyes de Rosas, según la tradición más ó menos apócrifa; ni diez peones de las canteras, juntos, habían podido forzarla. Me acordaba, en efecto, que hace doce años, cuando visitéla por primera vez, me pareciera inmóvil, y apenas si se me reveló su ligera oscilación, por el levísimo crujido de los cristales puestos en su base. Y es que la piedra no era propiamente sensible a la fuerza, sino a cierto mañoso impulso en el cual era menester ayudarse con la misma gravitación de la mole. Entonces cobraba una oscilación pasmosa y asaz visible. Su cuerpo no era tampoco sensible en toda la masa: había puntos en que resistía, absolutamente inmóvil, á la fuerza más poderosa. Me atrevería a decir que no era sensible, en realidad, sino á quien la tocaba en cierto punto de la sinuosa arista inferior que miraba hacia el sudoeste. Los tandilenses, que la conocían, pueden ratificar este aserto. Así impulsada la piedra, comenzaba a animarse de una creciente oscilación, como si un resorte elástico o magnético la sostuviera por la base. No producía el efecto de una masa en equilibrio por razón de la gravedad. Inquietaba más bien, como si fuese la evidencia de una fuerza terrestre desconocida.
Tal sentimiento se vigorizaba por la reflexión. Si era un fenómeno común de equilibrio, asombra desde luego que no se hubiese roto en tantas vicisitudes como sufrió. Un rayo había caído sobre ella, hace más de ochenta años, según la tradición regional; rayo tan formidable, que en su extremo más largo le rompió un trozo de tres o cuatro metros cúbicos, y hendió el monte de falda a falda, abriendo en el granito de la base una grieta de diez centímetros de ancho. Cerrada esta hendidura con porlan, no se reparaba mayormente en ella; pero una vez caída la piedra, he podido comprobar la importancia de la avería en anchor y hondura, y lo que es más grave aún, que la grieta pasa por el punto mismo de la base, advirtiéndose, á veinte centímetros, en la línea del eje, un agujero que ha sido quizá el punto de penetración de la descarga eléctrica. Ahora bien: ¿cómo se explica que habiendo perdido la masa un trozo tan importante no se desequilibrara; y que habiendo sufrido esa rotura en un punto de apoyo tan delicado, no se desplomara la piedra, ni perdiera su sensibilidad? La movediza sufrió, además, la acción de temblores que suelen repercutir en aquella sierra por simpatía con la región andina; los formidable pamperos que la han soplado durante siglos desde el sudeste, parte desfavorable por la apertura del ámbito, y por la inclinación que la piedra toda afectaba hacia el rumbo opuesto; y ha sufrido, en fin, la constante convulsión del aire y del monte, por el frecuente estampido de dinamita y pólvora, en la labor de las canteras vecinas. Se dirá, sin duda, que tales causas reunidas, trabajando la base de la piedra, la han desgastado hasta hacerla caer en un instante sobre su abismo, en el instante cuyo cronista me ha tocado ser. Pero nó. Ha caído la piedra entre las 5 y 6 de la tarde, en un minuto cuya precisión se ignora, pues nadie vió caer, á pesar de que suele ser la hora preferida por los turistas. Ha caído en un día sereno, de buena temperatura, sin accidentes sísmicos o meteóricos en las regiones próximas. Si hubiese caído por simple desequilibrio, la mole con el muñón de la base y con el millón de kilos que se le asigna por peso, hubiera rayado el granito o el musgo de la piedra inclinada y redonda que le servía de sustentáculo. La he examinado prolijamente, y no he encontrado rastro alguno, á pesar de que el agudo pie debía ser tan duro que ha resistido siglos á su movimiento y á su peso, y de que el granito es tan sensible al roce que la roca muestra en su declive, hasta las paralelas estrías de la lluvia, según lo patentizan sus fotografías más divulgadas. Esto hace suponer que la piedra se habría desprendido sin rozar la base, lo cual requiere el salto. Y la hipótesis del salto se corrobora por haber botado a cincuenta metros sobre la falda del cerro, y no al primer estribo, donde solían caer las astillas de vidrio que resbalaban del eje; y por haber botado con violencia y de cabeza sobre las otras rocas, pues se ha descoronado, cayendo el bloque superior á mayor distancia, casi al pie de la tierra. Descontado la sospecha de un atentado voluntario, que las mismas autoridades del Tandil se han encargado de desautorizar por medio de la prensa, pues no se encuentra huella alguna de explosivos ni de palanca, no nos queda sino el aceptar que nuestra piedra oscilante ha caído de un modo tan misterioso como fué su equilibrio: así la he contemplado yo, descoronada en su tumba, con la parte inferior vuelta hacia la cima de su viejo solio, desde donde su base ahora finge, por uno y otro lado del eje, las alas onduladas, triangulares, gigantescas, de una gran águila herida.
Vuelvo, pues, al concluir esta crónica, tan dilatada por su propio asunto, al mismo sentimiento de veneración con que la comenzara. Tengo sobre la mesa en que escribo un pequeño trozo de la piedra sagrada, -amuleto civil, cósmica gema. No sé si me sugieren estos sentimientos, el signo de elección que yo intuía para nuestra tierra en su misterio, ó la emoción de fatalidad colectiva que la muchedumbre tandileña revelaba, cuando la viera, acongojada, ayer, sobre el monte de la catástrofe. «¡Pensar que hace dos días estuve aquí con ella!» -exclamaba una voz anónima ante la desolación de su solio trocado en túmulo, bajo el cielo ya anochecido. La piedra estaba muerta, y sugería al amor de las almas sencillas las cosas que decimos ante las tumbas, como si quisiéramos, ante el abismo de la muerte, asirnos á la sombra, vana también, de nuestros sueños. La esfinge, no ya de nuestras frágiles vidas, sino del mundo y de los seres todos, se alzó desde el silencio de las pampas, ante mi alma, también asida de dolor y de amor, á la piadosa sombra de sus sueños. La Luna era la esfinge que se elevaba desde el silencio oceánico de las pampas. Era una luna tempranera de estío, una luna lírica, una luna redonda y pálida. Parecía que llegaba, solemne y callada como la Isis antigua, á asistir á aquella tragedia de los hombres, y de la Tierra misma, pobre morada de los hombres. Hasta las propias piedras iban a perecer; pero la muchedumbre seguía hormigueando, afanosa, allá en los ásperos flancos de la sierra negra. Yo estaba sobre la roca que fuera el solio de nuestra Draconcia desconocida y sagrada -la piedra oscilante de la Serpiente y de la Luna- y sentía el rumor de la muchedumbre en su flanco y el silencio de la eternidad en su altura. Una emoción atávica y sacerdotal me humedecía los ojos de lágrimas y me preñaba de alientos el pecho. Ante aquella evidencia total de la muerte, la quimera de ideal y de amor obstinábase en mi alma; cuando, de pronto, hipnotizado ante la cara impávida de la Luna, ví que mi alma emprendía, ella también, su vuelo de ilusión á las estrellas, sintiendo abrirse desde sus hombros icáreos hasta el meridión y el septentrión, como dos formidables alas, las dos mitades de la noche.-

José Félix Calabrese
calamdq33@gmail.com

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