Es esencialmente italiano ser individualista, discutir, tomarse en solfa a las autoridades, criticar como nadie al propio país, disfrutar la buena mesa con los amigos donde todos hablan fuerte porque todos quieren hablar al mismo tiempo, apreciar la comida y el buen vino, transgredir, pedir perdón y arrancar de nuevo. Y también ser creativos, sorprendentes, hospitalarios, improvisadores y capaces de resolver felizmente las situaciones límites más impensadas. Todo eso es, a la vez, esencialmente argentino .Tanto se asemejan nuestros dos países que a menudo esas similitudes están incorporadas en el plano inconsciente aunque no se les preste atención en el plano racional. Italianos que nunca conocieron la Argentina y que -cosa rara- no tienen algún pariente lejano de este lado del Atlántico se sorprenden en forma extraordinaria al llegar aquí y advertir que se sienten en su propia casa. Lo mismo vale para los argentinos que llegan en un viaje inicial a Italia como simples turistas. Aún si no tienen ningún ancestro italiano rápidamente hacen la comparación, tras cruzar varias fronteras europeas, que en ningún lado parece respirarse el mismo clima argentino que en Roma ,Milán, Génova o Nápoles. Esa similitud se traduce en costumbres, estilos y hasta en la música particular del idioma español que se habla en la Argentina, una mezcla que siempre sorprende a interlocutores extranjeros, para quienes los argentinos son unos extraños habitantes de América que se expresan en castellano pero con acento italiano.
Es lo que se llama la impronta italiana, una fuerza misteriosa y profunda que se arraigó en nuestras costas desde que llegaron los primeros embajadores de la concepción italiana de la vida. Ya sea por los Belgrano, Moreno o Castelli de ascendencia italiana que gravitaron decisivamente en el nacimiento del país, por los misioneros jesuitas y salesianos – Mascardi, Agostini, Feruglio, y tantos otros- por los científicos de los años del gran progreso argentino -Onelli, Ameghino- por los grandes deportistas del siglo -Fangio, Maradona y tantos otros-, por los empresarios industriales que cambiaron la estructura productiva del país, o por los millones de inmigrantes de todos los horizontes que encontraron la tierra prometida en la Argentina, la contribución italiana ha sido tan enorme en sólo dos siglos, que cuesta imaginar qué otro país hubiera sido la Argentina si en sus años jóvenes no hubiera dado la bienvenida abierta a todo lo que trasmitía Italia desde su pequeño territorio. Cuando en 1878 -como recordaba en La Nación un artículo de Luis María Lozzia ( Sangre y Savia de Italia en la Argentina, 9 de julio de 1988)
el presidente Nicolás Avellaneda atraía la migración italiana hacia la Argentina con un folleto que promocionaba el potencial agropecuario del país, un punto en particular era capaz de estimular la imaginación de cualquier campesino piamontés, friulano o lombardo. Las primeras 100 familias de cada colonia recibirán 100 hectáreas gratuitamente. Esa extensión casi nada en la enorme Argentina, era un sueño imposible en Italia. Y con esa idea de progreso y de futuro llegaron los millones de todos los rincones de Italia. La diversidad del país mediterráneo se acomodó también a la perfección con cualquier zona del nuevo país. Alpinos en zonas montañosas, piamonteses en la llanura de Santa Fe,friulanos en el norte, genoveses o napolitanos en zonas portuarias, viñateros en Mendoza o San Juan, cada uno encontró un terreno a su medida y transformaron al nuevo país incorporando mucho más que el ya enorme aporte de su trabajo.
Hoy la gran migración parece lejana. Los tiempos son muy distintos. La pequeña y desprovista Italia de antaño produjo un milagro de posguerra por el cual sus pujantes empresas, grandes o chicas, han hecho que se produzca más en el triángulo industrial de Turín- Milán -Génova que en toda Argentina. Y hasta hubo una pequeña inversión de la corriente migratoria, desde la Argentina hacia Italia esta vez, porque muchos argentinos volvieron a sus antiguas fuente familiares al solicitar el derecho de la doble nacionalidad. Pero la gran corriente, vaya a un lado o hacia el otro, es casi como un océano Atlántico particular entre los dos países. Y si es cierto el viejo dicho de que «El mar une, la tierra separa» pocas veces la unión por el agua produjo un vínculo tan sólido como el que caracteriza a la profunda relación cultural que ligó para siempre Italia con la Argentina. Germán Sopeña
Sociedad y Circulo Italiano