Bien es sabido hasta el hartazgo, que según lo escrito por San Mateo en su Evangelio, los tres reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, vinieron desde el Oriente guiándose por la fulgurante estela de una estrella que los condujo al pesebre de Belén, donde había nacido Jesús (de ahí la “Estrella de Belén”). Después, la historia se bifurca en disimiles caminos que para estas líneas no vienen al caso.
Lo cierto es que en la madrugada de cada 6 de enero, los niños acuden presurosos a buscar en sus calzados él o los regalos que les han dejado los tres Reyes Mayos. Esta milenaria tradición se cumple a rajatabla debido principalmente al misticismo que encierra. Siempre estuvo en juego la maravillosa inocencia de la gente menuda y en ese menester, los mayores no escatiman esfuerzos económicos y de los otros para cumplimentarla como se debe.
A través del transcurso de los años, esta extraordinaria costumbre se ha mantenido prácticamente inalterable. Es posible que se hayan dejado de lado el cubo de agua y la hierba para calmar la sed y saciar el apetito de los camellos en los que viajan los “hombres santos”, pero a la hora de los regalos, éstos deben estar ahí bajo cualquier clima y toda circunstancia. Obviamente, de acuerdo al poder adquisitivo de cada familia están los obsequios. Estos pueden ser muy impresionantes e incluso modestos, pero en todos los casos debe prevalecer la intención, el simbolismo y lo que representan, razón por la que la explicación previa de los padres y otros familiares debe ser concluyente por lo sincera; determinante.
Siempre recuerdo con inocultable emoción aquellos amaneceres del 6 de enero, de cuando no obstante la pobreza económica, era tan amplia y generosa la sonrisa. ¡Claro que creíamos en los Reyes Magos!. En un ambiente tan humilde y sencillo, en nuestras mentes eran comunes esas “maravillosas apariciones” que nos transportaban hacia dimensiones que estaban más allá de la luna y las estrellas que veíamos a diario. Tiempos en los que podíamos recurrir de continuo al conjuro de toda ensoñación. En pocas palabras: “cuando era más brillante el sol, y más diáfano el aire de los aletargados atardeceres”.
A propósito de los Reyes Magos, en el libro “A Orillas del Tandileofú”, escribí un párrafo sobre mi experiencia personal, que comparto nuevamente con los lectores apelando a sus mejores consideraciones: “Con todas las “corridas” que la vida nos regalaba a diario, creíamos en los Reyes Magos. Por tal motivo les dejábamos pasto y agua para sus camellos, bajo el emparrado patio de desgastados ladrillos. Creí también cuando en mi pobre alpargata, una mañana del 6 de enero encontré una cartita escrita por Baltasar –el Rey negro- que se disculpaba por no haber podido encontrar en ninguna juguetería del cielo, el avioncito que le pedí. En su lugar, aquel práctico personaje me había dejado una latita de Paté.
Muchas veces, en esas mañanitas del 6 de enero nos reuníamos con los integrantes de la barra, en la esquina o en la costa del arroyo, para comentar sobre los regalos que cada uno había encontrado en sus zapatillas. Los más privilegiados conformaban al resto, diciéndoles que a lo mejor a los Reyes Magos no les alcanzó la noche para tanto reparto; que se les habían terminado los regalos, o bien que habían pasado de largo porque se habían portado muy mal”.