Un recuerdo y un relato de don Pedro Horacio Petreigne

Escribe. Abel G. Bruno

Bien es sabido que me agradan sobremanera los buenos relatos relacionados con profundas raigambres humanas y costumbristas. En ese quehacer y sentir, siempre recuerdo con especial afecto a don Pedro Horacio Petreigne, a quien en el año 1998, invité a dar una charla en el salón de eventos del Museo Histórico Regional “Pura Diez de Cordonnier”, cuando me encontraba trabajando como Coordinador de la Junta de Estudios Históricos de Ayacucho. Don Pedro, no tuvo reparos en deleitarnos con su amena y esclarecedora exposición que versó principalmente sobre su querido Rauch. Esa ocasión fue propicia para que me obsequiara con un ejemplar de su libro “Rauch en el tiempo”, que publicó en el mes de diciembre de 1995. Entre sus capítulos, se encuentra el titulado “El Paisano Hermida”. Mi padre, nacido en el año 1910, entre los paisanos que conoció en la estancia “La María Luisa”, mencionó en varias ocasiones a Domingo Hermida. Vamos al relato, previo ubicarnos mentalmente en el siglo veinte:
“El Paisano Hermida”
“Domingo Victorino Hermida era un criollo que había nacido junto con este siglo, en los pagos de General Madariaga, donde pasó su niñez. Su estampa de criollo auténtico era inconfundible. Bastante morocho, largos y desprolijos bigotes y poca barba, muy negros cabellos que cubría con un chambergo de ala ancha, casi siempre requintada. De recia conformación física, su mirada serena trasuntaba un temperamento bonachón. De joven, tal vez por zafar de algún enredo de amoríos o de algún desdeño sentimental, puso leguas por delante y fue a parar a los pagos de “La Sultana”, una antigua pulpería y almacén ubicada entre San Ignacio y Ramos Otero, en el partido de Ayacucho. Trabajó en varias estancias de esa zona en rodeos, en esquilas y alambradas, para lo que tenía gran habilidad, como para amansar caballos.
Allá por el año 1935 apareció en mis pagos. Era lo suficientemente joven pero con una gran experiencia para ejecutar cualquier trabajo campero. Lucía una rastra de botones de plata y cuchillo del mismo metal, pero sin aplicaciones de oro, atributos en los que se reflejaban su sencillez y autenticidad. Todavía lo recuerdo, la primera vez que lo vi, andaba redomoniando un doradillo malacara marca de Juan Iturralde y era tan fogoso el animal que casi lo obligaba a tener que “escupir el bolsillo”. Fue capataz de varias estancias de nuestro partido, “Las Negras”, “San Leopoldo” y otras, tarea en la que demostró Honestidad, capacidad y sobre todo lealtad con los patrones a quienes servía con absoluta responsabilidad.
Era un gaucho parejo y era admirable verlo enlazar un ternerito a campo con todo el lazo o con el lazo prendido a la asidera, pialar de a caballo un ternero por sobre el lomo, voltearlo y tenerlo. Y era capaz de hacerle un tiro de lazo a un toro, “tragarlo” adrede y cerrárselo justo en las verijas, que es la manera más práctica de voltearlo sin riesgo de estropearlo y todos esos trabajos los hacía sencillamente sin alardes, como cuadra a un criollo auténtico.
En las “hierras” de mis pagos, Hermida era un protagonista activo, tanto para trabajar de a caballo como de a pie, buen compañero y comedido en los trabajos propios de la ocasión y por las tardes le gustaba hacerle un tirito a la taba, más como una diversión tradicional que por interés del dinero. Ya entrado en años, se radicó en mi vecindad y pronto constituimos una Sociedad de hecho. Como era lógico, el contrato era de palabra, no hacían falta los papeles. A partir de allí me llamaba “aparcero”, palabra que para el trasuntaba respeto y confianza.
Cuando a fin de año arreglábamos las cuentas, jamás me presentó facturas o comprobantes. Solo llevaba unas torpes anotaciones en la parte de atrás de unos almanaques viejos y ahumados que él conservaba colgados de la cocina, porque tenían reproducciones de los cuadros de Molina Campos. Es que el mismo era un prototipo de esos personajes. Era honrado, cumplidor y servicial.
Después de unos años, cuando su salud se sintió quebrantada, más que por la edad, un poco por el rudo trabajo realizado en su juventud y otro poco por el tabaco, debió retirarse al pueblo con todo el dolor de su alma. Eso le significaba dejar atrás toda una vida campera, alejarse de los amigos del pago y desvincularse del trato cotidiano con la naturaleza y de los animales que tanto adoraba. Varios vecinos asistimos a esa triste despedida. Pausadamente con su habitual parsimonia, pero con admirable entereza, trajo su caballo preferido hasta la tranquera del cerco, le sacó con cuidado el bozal y le pasó la mano sobre el tuse a manera de despedida. Con un prolongado relincho, el obscurito partió a galope tendido rumbo a la tropilla. Mientras la silueta del pingo se achicaba en la distancia, el paisano Hermida lo contemplaba absorto quien sabe en qué inescrutable meditación. ¡Fue una escena desgarradora!. Yo con cualquier pretexto me fui junto a mi caballo y disimuladamente sequé mis mejillas.
Nunca más volvería a ver a sus caballos que él tanto quería. Nunca más hablaría con sus perros y sus gatos que lo acompañaron con admirable fidelidad durante años en la soledad de un rancho que a partir de entonces pasó a llamarse hasta nuestros días y por muchos años, “La Tapera de Hermida”. Manos amigas lo acogieron en el pueblo, donde le brindaron vivienda, cuidado y afecto. Muchas veces lo visitaba porque éramos amigos entrañables y porque me deleitaba oír los relatos de su vida de auténtico criollo.
Cuando sus piernas no le respondieron más, debió internarse en el Hospital. Aquel gaucho vigoroso y dispuesto, que había sido capaz de montar un potro y sofrenarlo en la luna o de pialar una yegua puerta afuera y lunanquiarla, estaba ahora en un sillón de ruedas, con la mirada triste y la voz apagada, tal vez de tanto fumar, hasta que un día, con la dignidad de un varón, elevó su alma al Creador. Sus restos mortales volvieron a la tierra gaucha de General Madariaga, que los cobijará por la eternidad de los tiempos”.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario
Por favor ingrese su nombre