Esta mañana y minutos antes de ingresar a nuestra redacción, a la par de reiterar el consabido y muy grato saludo con varios vecinos de la cuadra, comprobamos que el ambiente no estaba apto para manifestaciones acordes a los deseos del tradicional «buen día».
No era para menos, un grupo (no jauría) de aproximadamente ocho perros se encontraban entusiasmados corriendo los automóviles, entre ellos, e incluso tirando alguno que otro «mordiscón» a motociclistas y ciclistas.
En ese preocupante transcurrir de ladridos y disparadas, más de un automovilista tuvo que frenar bruscamente para no embestirlos, a la par de los clásicos «¡fuera; fuera!», de algunos asustados transeúntes.
La realidad indica que desde hace mucho tiempo a la fecha, los perros abandonados a sus libres albedríos vagan sin rumbo por nuestras calles y avenidas. Se los ve por todas partes, incluso en las plazoletas de juegos para niños. Se alimentan de lo que encuentran en las bolsas de desperdicios o en los tarros de basuras y en ese cotidiano quehacer, la mayoría ha adquirido una extraordinaria habilidad; después de «olfatear el contenido», se paran en dos patas y toman con sus dientes la bolsa que consideran más conveniente.
Lo cierto es que cada vez más se van sumando los perros sueltos, quienes después de marcar sus respectivos territorios han hecho de la calle el lugar predilecto para vivir.
Obviamente, esos perros de todas las razas y colores de algún lugar salieron; alguien los abandonó. La cuestión ahora es saber de que forma se los puede erradicar, llevarlos a otra parte. Cabe aclarar que de ninguna manera pensamos en exterminio ni acción que se le parezca. En concreto, las autoridades competentes tienen la última palabra.