Escribe: Eduardo A. Volonté
La idea generalizada de que el bienestar del ser humano no debe solo medirse en su capacidad económica, ha llevado a que no basta con equiparar ese bienestar con el producto bruto, el ingreso, u otros índices que midan exclusivamente la riqueza de un país.
Así han ido ganando espacio otras fórmulas que intentan medir el desarrollo de cada comunidad abarcando también aspectos como la educación, la salud, y la calidad de vida.
El Índice de Desarrollo Humano establecido por las Naciones Unidas, es quizás uno de loas más conocidos de los muchos que se aplican.
Se trata de ver cómo se vive, cuáles son los niveles de desarrollo, culturales, y también de confort a que se tiene acceso en una comunidad determinada.
Sin necesidad de recurrir a complejas fórmulas de medición, ni remontarnos a comparaciones lejanas, es posible verificar como a diario nuestra calidad de vida se va paulatinamente deteriorando.
Resultaría largo pretender analizar aquí las causales de esta situación, que por cierto obedecen a múltiples orígenes y no surge de forma espontánea.
La aplicación de un plan económico -cuyo objetivo casi único es eliminar el déficit fiscal- que a diario aumenta la larga lista de los excluidos del goce de los logros económicos, es seguramente la causal principal de esta situación que resignadamente soportan los ciudadanos comunes de todo el país.
Porque más allá de la reducción de la inflación lograda, solo el Presidente y sus funcionarios se animan a desmentir el deterioro que los salarios y jubilaciones vienen soportando. Cada vez son más sectores productivos medios y pequeños, industriales y agropecuarios, que alzan su voz alertando por la constante pérdida de rentabilidad que hacen peligrar la continuidad de sus actividades.
Un reciente informe de la Confederación de Sindicatos Industriales de la República Argentina alerta que desde diciembre de 2023 se perdieron 126.050 puestos de trabajo y cerraron 2.333 empresas, gran parte de ellas Pymes.
Y ese achique necesariamente se refleja en la forma cotidiana de vida de cada habitante, en sus pautas de consumo, en su capacidad adquisitiva.
También el abandono premeditado y/o la ineficiencia por parte del Estado en el cumplimiento de sus funciones indelegables de contralor y fiscalización, aportan lo suyo para hacer casi una odisea el simple y cotidiano acto de vivir.
La desprotección ha pasado a ser el estado habitual de vida. No solo en lo que se refiere a la seguridad física y al control, prevención, y represión del delito; sino también en muchas otras cuestiones simples pero fundamentales como lo son las prestaciones médicas que se reciben, la calidad del medio ambiente, la calidad de la educación, la infraestructura edilicia y de servicios, el transporte, el estado de los alimentos que se consumen y otros pequeños grandes temas que hacen a las cuestiones de todos los días.
Los argentinos tenemos legítimo derecho a pretender vivir con un nivel y calidad de vida acorde con los tiempos que corren.
No se trata de alentar una fiebre consumista. Pero si de reclamar contar con hospitales que funcionen, con transportes públicos adecuados, de poseer los servicios y la infraestructura requerida para cada conglomerado urbano, de tener acceso a niveles dignos de educación, de contar con seguridad.
Todas estas podrán parecer cuestiones menores y no merecedores de atención desde un poder solo obsesionado en liquidar al Estado.
Pero es en la realidad diaria, en la forma en que nuestra población desarrolla su vida, en sus necesidades reales, donde debe nutrirse el accionar de la dirigencia política, a donde deben apuntarse los mejores esfuerzos para lograr soluciones viables, rápidas y concretas.
Mejorar la calidad de vida debe ser una prioridad del conjunto, aunque muchos gobernantes no lo tengan en cuenta.-