Cosas que ocurrieron en “La Remedios”

Del libro “Ayacucho: Cuentos que no son cuento”, de Abel Guillermo Bruno.
“Las viejas estancias bonaerenses guardan dentro de sus cambiantes límites y propietarios-arrendatarios, considerables antecedentes donde sobresale un permanente canto al trabajo y la honra de una tradición que no se ha perdido, sino que fue cambiando con la evolución del tiempo y sus costumbres. “La Remedios”, distante unos 40 kilómetros del pueblo, es una de ellas. Ya existía con cierto prestigio cuando un grupo de hacendados iniciaron las primeras gestiones para crear un centro de población.
Dicen las antiguas voces, que la denominación recuerda el nombre de Remedios Sandoval Balbastro, una bellísima joven porteña que contrajo matrimonio con el primer poblador de esos inmensos campos adquiridos por la Ley de Enfiteusis de Bernardino Rivadavia, el apuesto y valiente inglés William Shakleton.
Fue durante un “malón” indígena que Remedios, perdió la vida al incendiarse la habitación en que esperaba su primer hijo. Por tal causa, su marido no pudo superar tan amargo trance y desde entonces se lo vio vagar sin rumbo por esas vastedades hasta que sus familiares lo llevaron a Buenos Aires, para internarlo en un hospicio. Murió entre desvaríos, pero sin olvidar el nombre de su amada, a quien llamó hasta exhalar su último suspiro. Desde entonces y durante varias décadas, ese establecimiento fue conocido popularmente como “La Quemada”.
Quien escribe lo duda, pero aseguraban algunos viejos paisanos a finales del siglo diecinueve, cuyos relatos se contaron principalmente en esquinas de campo y en rueda de fogones, que en noches muy claras era posible escuchar los lamentos del “inglés loco”, clamando desesperadamente por Remedios. Si es posible creer en ese relato de “aparecidos”, ojalá que ambos enamorados se hayan encontrado en el más allá…
Entre juncales y “chanchos salvajes”
A unos 7 kilómetros del edificio principal de la estancia “La Remedios”, hubo una inmensa laguna abastecida por dos pequeños arroyos que vertían sus aguas en ese espejo, actualmente semi-seca. En algún momento (vaya a saberse cuando), se ordenó construir en el lugar considerado más estratégico un “tajamar” para la distribución adecuada del líquido elemento, e incluso detener algo del caudal que se acumulaba en tiempos de inundaciones.
Aparicio Trejo, era un joven mensual que en el buen decir “se llevaba todo por delante”. Bien parecido y amigo de juergas y amoríos, también se destacaba por ser un excelente jinete, valiente y atrevido como el que más. En cierta oportunidad y mateando en el galpón con algunos de sus compañeros, el tema se orientó a los enormes “chanchos salvajes” que vivían entre los altos juncales de esa laguna. Recientemente se los había observado con sus crías muy cerca de la represa, debido a la considerable bajante del agua. Un viejo ya retirado a cuarteles de invierno, opinó por lo bajo…”Sería lindo hacer un collar con los colmillos de un chancho grande. Pero para eso hay que ser muy valiente; jugarse el cuero”. Aparicio se sintió tocado en su amor propio y sin medir las consecuencias le respondió: “Quedate tranquilo viejo, que para mañana te traigo los colmillos y el chancho para que me adornés un buen tirador”. Al otro día, con los primeros tizones de la aurora, el paisano montó a caballo portando una escopeta de grueso calibre y su cuchillo. El anciano sentenció: “Ni por asomo se te ocurra meterte a pie. Si lo hacés a caballo, que sea por un lugar donde puedas talonearlo y salir a la disparada si erraste los tiros”.
Cercano el atardecer, varios de sus compañeros acompañados del capataz, se dirigieron hasta el tajamar. No sintieron disparos y el cazador no había regresado. Al poco andar entre los juncos, encontraron al caballo medio destripado por las embestidas de uno o más chanchos. Con gran pesar, hubo que degollarlo. Por otra parte, decidieron esperar hasta el día siguiente para ir en búsqueda de Aparicio. En efecto, un grupo bien armado ingresó a los juncales y en uno de los pequeños claros, encontraron parte de lo que quedaba del infortunado cazador. Más adelante, recogieron entre el barro los pocos y dispersos elementos entre los que se encontraba la escopeta y una daga. Tuvieron el indicio que Aparicio, había sido despedazado sin tener oportunidad de defenderse. El capataz, ordenó regresar y así se hizo. El guadal y los chanchos salvajes, se tragaron al infortunado Aparicio…
Vida de “croto”
Durante un mediodía del mes de marzo de principios del siglo veinte, entre los muchos “linyeras” que cruzaban los campos en todas direcciones buscando trabajo y comida, se acercó al casco de “La Remedios” un hombre relativamente joven que pidió hablar con el patrón. Al rato, fue recibido por el dueño que sin preámbulos le dijo que le daría de comer, pero no le hacían falta más peones. El desconocido, haciendo gala de un excelente vocabulario, le respondió: “Lamento incomodarlo, señor. Ahora necesito de comer, pero principalmente vine a pedirle autorización para vivir por un tiempo, en ese rancho abandonado que está cerca del arroyo. Lo observé de paso y me gustaría acomodarlo. Le prometo que no voy a causarle problemas. Con respecto a la comida, me abasteceré en el almacén cercano, porque puedo mantenerme”. Después de hacerle prometer que no era perseguido por la justicia, con cierta desconfianza fue autorizado a habitar la humilde vivienda.
Pasaron los meses y el “croto” no dio señales de vida, hasta que en cierta oportunidad se presentaron en la estancia tres personas “vestidas a lo pueblero”, quienes habían averiguado precisamente en la esquina de campo que en algún lugar de “La Mercedes” vivía José Francisco Arrambide Almandóz, y querían entregarle una notificación. “Ya me maliciaba que este sujeto era perseguido por la ley. Lo voy a mandar a buscar y se lo llevan y le dicen al juez y al comisario que acá está de prestado, que no es peón mío. Eso me pasa por ser bueno», dijo bastante ofuscado el dueño. Uno de los visitantes que dijo ser abogado, le manifestó: “Quédese tranquilo, caballero, que no lo busca la policía. Sí una cuantiosa fortuna que heredó de su padre. Según parece, este muchacho se fue huyendo de su casa por problemas familiares y nosotros, como cumplidores de la ley, estamos haciendo lo posible para ubicarlo y notificarlo. Así son las cosas; por lo que usted nos dice, éste joven de vagabundo pasó a ser millonario. En fin; algunos nacen con estrellas y otros lo hacen estrellados…”
Pelea entre esquiladores
“Aquí, en este galpón, hubo dos muertes. Eran dos esquiladores que se llevaban muy mal. Varias veces el capataz de “La Remedios” y el encargado de la cuadrilla habían tenido que intervenir para que no se agarraran, pero se tenían bronca y en un atardecer, cuando el trabajo terminó, después de insultarse hasta el cansancio se fueron a las manos”. Un peón bastante entrado en años, con ese anticipo acaparó la atención del paisanaje que se preparó para escuchar con mayor atención: “Dicen algunas malas lenguas que se trató por un asunto de polleras. Lo cierto fue que ya venían de otros pagos con esa inquina y acá, donde lo ven ustedes, saltando por entre las ovejas se atropellaron. Uno de ellos, el que recibió la primera puñalada, alcanzó a levantarse y moviéndose como un gato entre los pajonales le devolvió el confite. Había que verlos, enloquecidos. ¡Quien iba a arriesgar el cuero para meterse al medio!. Cuando se tranquilizó el ambiente, después de la polvareda, los gritos y la disparada de las ovejas, uno de los esquiladores estaba boqueando y no fue necesario llevarlo hasta el pueblo. Murió ahí nomás”. ¿Y el otro? Le preguntaron casi al unísono los ansiosos escuchas. Después de acomodar la yerba del mate, el narrador prosiguió: “Al otro lo vendaron como pudieron y lo cargaron en un sulky, pero murió en el camino. Según supe, los enterraron juntos en el cementerio del pueblo, sin poner sus nombres porque en sus pilchas no se encontraron las papeletas y además, en esa época no se preguntaba mucho sobre quienes trabajaban en las cuadrillas de esquiladores”. Después de un profundo silencio y a modo de epílogo, quien había sido testigo de esa pelea, sentenció: “Pobres muchachos, venir a matarse de esa manera. Con el tiempo se supo que eran hermanos…”

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario
Por favor ingrese su nombre