Almafuerte, el sembrador de abecedarios

Escribe : Eduardo A. Volonté.-

Se cumplen hoy 13 de mayo, 170 años del nacimiento de Pedro B. Palacios, más conocido como Almafuerte.

Bien ha dicho Álvaro Yunque que “si quisiéramos definir a Almafuerte sin desvincularlo de Pedro B. Palacios, y empleando su procedimiento, se nos ocurriría el más diverso repertorio de epítetos. Por ejemplo: vehemente, turbulento, arisco, ególatra, delirante, vociferador, enfático, corajudo, filoso, ditirámbico, tempestuoso, imperativo, angustiado, flamígero, torrencial, impulsivo, apocalíptico, quijotesco…».

Y no quedaría agotada la adjetivación para un hombre tan complejo como lo fuera Almafuerte.

No tuvo una vida fácil; huérfano de madre a los 5 años, al abandonar el padre el hogar, fue criado por una tía, marcando esa niñez su carácter futuro.

Contradictorios -como su personalidad- son los juicios referidos a su obra poética. Según Jorge L. Borges «como todo gran poeta instintivo, nos ha dejado los peores versos que cabe imaginar, pero también, alguna vez, los mejores».

UNA OBRA INTENSA

Fue la suya una época de hondas transformaciones en el país, de gesta de una nueva realidad social; Almafuerte la vivió intensamente, y así quedó reflejado en su poesía.

«La sombra de la Patria” es acabado ejemplo de ello, o sus innumerables artículos periodísticos. Más de cien solo durante 1891 en el diario El Pueblo de La Plata; artículos que no lograban esconder tras los seudónimos de Patricio, Job, Cocorocó, Uriel, Cívico, Max, Catón, entre otros, su inconfundible y directo estilo que no era más que el reflejo de sí mismo.

Fue poeta y periodista, pero por sobre todo fue por vocación, un maestro rural; a pesar de no contar con título habilitante, ejerció la docencia en distintas escuelas del interior bonaerense.

VOCACIÓN POR ENSEÑAR

Maestro abnegado como pocos, supo decir con propiedad «yo renuncié a las glorias mundanales / por el arduo desierto solitario / para sembrar también abecedario / donde mismo se siembran los trigales».

Mercedes, Chacabuco, Salto, Trenque Lauquen, supieron de sus afanes por difundir los alcances de la educación popular, poniendo en práctica métodos pedagógicos novedosos, en abierta pugna con los rutinarios propios de la época, ejerciendo a la par su tarea periodística de opositor implacable de los abusos y desviaciones de quienes detentaban el poder.

Llevó una vida austera y sacrificada habitando en muchos casos en un mísero rancho donde también enseñaba, dándolo todo a cambio de la simple satisfacción de educar.

Allá por 1875, recorriendo Sarmiento las escuelas del interior, lo encontró enseñando en Chacabuco, y al querer volverlo a Bs. As. halló como respuesta, esas palabras que eran toda una definición de su vocación: «No señor, yo me quedo en el desierto, y cuando la pampa se haya poblado, me iré de maestro al Chubut».

En 1896, una fría decisión administrativa, lo obligó -al no poseer el pertinente título- a abandonar su tarea docente e interrumpió su labor de siembra como él la definiera.

Pobre hasta límites inimaginables, debió apelar a la buena voluntad del hijo del Gral. Mitre para obtener un empleo que le permitiera sobrevivir.

Designado Prosecretario de la Cámara de Diputados bonaerense, para ocupar su cargo debió pedir prestado un traje a un amigo de Junín. Pero su carácter, su rebeldía innata, no facilitaba en nada su permanencia en los modestos cargos burocráticos con que sus amigos pretendieran ayudarle.

Así es como, luego de renunciar a un puesto menor en el correo, en 1904 ocupa una humilde vivienda en las afueras de La Plata, donde vivió hasta su muerte, siendo hoy la vieja casona de la calle 66, que obtuviera con la ayuda de algunos amigos, un museo que perdura su memoria.

Ha dicho de él, Nicolás Cóccaro, que «había nacido para cantar al hombre y así lo hizo, con un profundo sentido moral, con un ideal de elevar al ser por la educación y el ejemplo de la conducta espartana hasta lo heroico».

A 170 años de aquel 13 de mayo inicial, quedan su obra poética, sus discursos, sus evangélicas, su tarea docente, su recuerdo en quienes no lo olvidan, y acuden a su prédica para retemplar el ánimo y hacer realidad aquella sentencia suya de que “ el hombre nace todos los días”.