Escribe: Eduardo A. Volonté.-
9 de septiembre de 1981. Para muchos, un día como tantos.
Para otros, una fecha que habría de quedarles grabada en la memoria y el dolor.
Ese día moría Ricardo Balbín.
Protagonista estelar de más de medio siglo de la política argentina, su nombre fue sinónimo de radicalismo y ejemplo de convicciones democráticas.
Le tocó actuar en tiempos de pasiones encontradas, de desencuentros, en épocas donde el amor y el odio se repartían políticamente en partes iguales a los argentinos, y su nombre fue todo un símbolo para una de esas partes.
Si pudiese ponérsele un lugar de inicio a su larga vida política, ese es Ayacucho.
Fue aquí que siendo un pibe y mientras cursaba su sexto grado en el Colegio “San Luis Gonzaga” (luego Hogar de Niñas Narciso Laprida) junto a otros compañeros se escapó para presenciar un acto partidario de Pedro Solanet.
Y quizás fue ese día que empezaron a nacer su identidad con el radicalismo, sus certezas democráticas, que lo acompañaran toda su vida.
Y siguiendo su destino, la política ocupó todas sus horas. Fue candidato presidencial cuatro veces. Ocupó cargos una sola vez: Una diputación nacional que terminó en la cárcel.
Sin embargo, su mensaje marcó una huella, hoy a 43 años de su muerte la figura de Balbín sigue siendo identificada en la mentalidad de todos los argentinos, no solo los radicales, con la libertad como valor primordial y con la democracia como método para poder vivir en libertad.
UNA VIDA PARA LA DEMOCRACIA
Humano como todos, su actuación política no estuvo exenta de errores, pero siempre guiado por sus convicciones, su búsqueda de conjugar esos valores esenciales.
Siempre fue el pueblo fue el destinatario de su mensaje. Balbín pensaba que era al hombre común argentino a quien había que dirigirse, representar, proteger, de los distintos sectores del poder que pretendían avasallarlo.
Atrás de su mensaje no había promesas, no había seducciones, no había demagogia, sino autenticidad de conducta y permanente coherencia entre pensamiento y acción política.
Guiado por una profunda concepción ética de la política, el país lo vio transitar por sus caminos con sus clásicos trajes cruzados y arrugados, con los bolsillos flacos pero la frente alta y las manos limpias, ocupar incontables tribunas en las plazas con el gesto enérgico y la palabra que seducía.
Y porque supo de los enfrentamientos y las divisiones, los esfuerzos finales de su vida estuvieron puestos en la búsqueda de la reconciliación nacional
El Balbín luchador, combativo, enérgico, algunas veces incluso violento, lo fue porque necesitaba defender la libertad, pero era el mismo Balbín que hasta el fin de su vida sostuvo siempre la necesidad de la unidad nacional, de institucionalizar al país.
Por eso su reencuentro con Perón, sus permanentes convocatorias al diálogo, la búsqueda angustiada de la unión nacional. Esta es la última bandera que legara. Quizás la más importante.
Hasta su muerte fue un aporte más a la unión de los argentinos. Y así lo comprendió el pueblo que acompañó sus restos sin distinciones partidarias, que desafió a la dictadura para ganar la calle y darle la despedida.
Acertadamente, Juan Manuel Casella, en un homenaje brindado días después del fallecimiento de Balbín, en ese mismo comité radical de Ayacucho que tantas veces lo tuviera como protagonista estelar, sostuvo que “Muchos dijeron que Balbín fue el político más derrotado, porque perdió cuatro elecciones. Pero el día que murió, a lo largo del camino que lo llevaba a su última morada, miles de hombres mujeres, radicales y no radicales, estaban diciendo de que intensa manera habían comprendido su mensaje”.
“Cada pañuelo blanco que se agitaba a su paso, cada clavel que se arrojaba, estaba demostrando que el viejo luchador había ganado la última y más importante de sus batallas.”
La última de una larga lucha en favor de la democracia, del hombre y la mujer común, que iniciara en la ciudad de Ayacucho.-