Escribe: Eduardo A. Volonté.-
Desde que el hombre siguiendo sus instintos sociales comenzara a agruparse en comunidades, éstas han ido a través del tiempo adoptando formas cada vez más complejas.
Simultáneamente a ello, distintos también han sido el grado de participación y el papel que el hombre o mujer común ocupara en ellas.
Ha sido larga la lucha llevada a cabo en procura de ampliar los derechos individuales -primero- y sociales y políticos, después; no le han sido ellos otorgados graciosamente, sino que han debido resultar el fruto de arduas y por momentos cruentas luchas a lo largo del tiempo.
Hoy en día, no puede sostenerse que todos esos derechos, englobados en el concepto más amplio de derechos humanos, están plenamente vigentes en todos lados y a salvo de violaciones o desvirtuaciones en su aplicación.
Nuestro país desde hace 42 años, transcurre su vida institucional en el marco de una democracia que marcha a pesar de todo hacia su consolidación definitiva.
En ella, es en los ciudadanos donde reside la soberanía popular y son ellos quienes delegan en sus representantes la tarea de gobernar.
Así ha ocurrido en los comicios legislativos de ayer.
Ser ciudadano implica derechos y también responsabilidades. Tanto el ejercicio pleno de los primeros, como el asumir cabalmente las segundas, hacen a la salud y madurez de cualquier democracia.
A partir de la nefasta década menemista, los argentinos asistimos a un trastocamiento del concepto de ciudadanos, en beneficio de otro que poco y nada tiene que ver con aquel: el de simples consumidores y usuarios cautivos de servicios públicos privatizados.
Es obvio en cualquier sociedad moderna, que quienes la integran posean la calidad de consumidores y usuarios; lo que no es tan lógico es que estas calidades vayan paulatinamente desplazando al rol del ciudadano.
Al amparo de su condición de servicios monopólicos, los prestadores de los servicios públicos privatizados -con la complicidad del Estado- abusan permanentemente del ciudadano/usuario, modificando las reglas de juego, presionando y en muchos casos obteniendo aumentos de tarifas, demandando trámites burocráticos, demostrando escasa preocupación por la comodidad del usuario, levantando sus oficinas de atención al cliente, eliminando el envío de boletas impresas, etc.
Mucho de todo esto es aplicable también al modo desaprensivo con que el propio Estado rige su relación con los contribuyentes, muchas veces disimulado bajo un supuesto modernismo tecnológico.
La existencia de organismos de regulación y control, muchas veces solo existen en los papeles pero no en la realidad, o bien su acceso resulta casi imposible para un ciudadano/usuario común.
Si a esto le sumamos a las carencias que el Estado presenta en materia de prestación de servicios educativos, sanitarios, ni hablar de la seguridad, justicia, y otras áreas reservadas a su exclusiva competencia, producto de años de desidia y malas prácticas de gobierno, la condición de ciudadanos se ve reducida casi a un simple adjetivo.
Esta situación se agrava mucho más cuando es el propio gobierno quien pone todos sus afanes en desmantelar el Estado, en disolver o liquidar cuanto organismo público exista, como ocurre actualmente donde el propio Presidente se autocalifica de “topo” cuya finalidad es la destrucción del Estado.
No podemos resignarnos a la consolidación de un esquema donde los hombres y mujeres sean ciudadanos solo de 8 a 18 hs. cada dos años para emitir su voto, mientras el resto del año la categoría a asumir es la de meros consumidores y usuarios con muchas obligaciones pero muy pocos derechos.
La democracia para ser real demanda ciudadanos ejerciendo sus derechos en plenitud, no solamente consumidores ávidos y obedientes y también un Estado que no solo declame sino que realmente demuestre estar al servicio de la gente, en especial de los más desposeídos.-