Escribe: Eduardo A. Volonté.-
Dicen que todo tiempo pasado fue mejor.
Y eso es cierto, al menos para la Eastern State Penitentiary o Penitenciaria del Estado del Este, ubicada en Filadelfia (EEUU). Lo que hoy es un conjunto ruinoso que sigue atrayendo turistas, supo ser la principal cárcel del país del norte.
Si hubiese que sintetizar en un solo nombre a sus ilustres residentes, ese sería el de Alphonse Gabriel Capone, más conocido como Al, que pasó allí ocho meses en una celda decorada con alfombras persas y cuadros.
Pero también tuvo otro preso o habitante, cuyo nombre logró perdurar e integrar el cuadro de honor del presidio.
Su nombre era simplemente Pep.
Sus datos filiatorios, podrían describirlo como un labrador negro de orejas caídas hacia atrás.
Está de más decir que Pep era un perro. Pero no uno cualquiera, sino el can del gobernador de Pensilvania, Gliffor Pinchot.
Pep llegó a su hogar como un regalo para su esposa Cornelia Bryce de parte de un sobrino.
Tras la rejas
El supuesto motivo que haría que el 12 de agosto de 1924 diera con sus huesos a la cárcel hasta el fin de sus días, fue el asesinato del gato preferido de su ama.
Esto habría desencadenado la drástica decisión del gobernador.
El periódico The Boston Globe en 1925 se refirió al hecho bajo el título “El perro del gobernador es sentenciado por el asesinato de un gato, según un comunicado de la penitenciaria», acompañada la nota con una foto de Pep junto a dos guardiacárceles.
Como corresponde, Pep tuvo su número de presidiario con el cual fue fotografiado: el 2559.
Mucho antes, el 25 de octubre de 1829, le cupo a Charles Williams el dudoso honor de ser el preso número uno.
Su prontuario lo describe como “Ladrón. Piel negra clara. Cinco pies y siete pulgadas de alto. Pie: once pulgadas. Cicatriz en la nariz. Cicatriz en el muslo. Boca ancha. Ojos negros. Granjero de oficio. Puede leer. El robo incluyó un reloj de veinte dólares, un sello de oro de tres dólares, uno, una llave de oro. Condenado a dos años de reclusión con trabajo”.
Volviendo a Pep, la historia suena linda, pero la realidad estaba lejos de ella.
El crimen no fue tal. El gato siguió vivo y correteando por los tejados de la mansión gubernamental.
Los que sí cayeron una y otra vez bajos las fauces de Pep -nada original en un cachorro- fueron los almohadones de los sillones de la casa.
Puesto el gobernador en la disyuntiva de conservar al perro o perder la esposa, opto por esta última (no existe registro si luego se arrepintió de la elección).
Restaba pues, decidir el destino de Pep. Y allí Pinchot recordó el uso de perros en otras cárceles como terapia para la rehabilitación de los presos.
Mató así dos pájaros de un tiro: sacó al destrozón de su casa y lo convirtió en el primer perro terapista de la penitenciaria estatal.
Pep -según se cuenta- supo ganarse enseguida el cariño de los guardias y los reclusos y transitaba sin culpas por toda la cárcel.
En la década del 30, Pep murió de causas naturales y fue enterrado en la propia prisión.
Volveré y seré regalos
Con el paso de los años, la cárcel se cerró en 1970 y fue salvada de ser demolida en 1980 al comprársela la ciudad de Filadelfia por unos 400 mil U$D al estado de Pensilvania.
Descartada la idea original de convertirla en un centro comercial, se la reacondicionó como museo y se abrió a los visitantes.
Y Pep volvió a vivir.
Su nombre e historia se destaca en la síntesis histórica de la cárcel, definido primero como «El perro asesino de gatos» luego se aclara que “el motivo del encarcelamiento de Pep sigue siendo tema de debate”.
Como toda cárcel que se digne de serlo tiene sus fantasmas, se dice en las visitas nocturnas que Pep es uno de los espíritus que vagan por los pasillos y que es posible a veces escuchar sus aullidos.
Cierto esto o no, lo que es real es su incorporación al merchandising de la penitenciaria: La taza con Pep a U$D 9,95, los pijamas de bebé a 13,95, los imanes a 2,50 y los pañuelos a 5. Todas unas gangas