Una familia se mudó a este manso paraje, ubicado sobre la ruta 80, en el partido bonaerense de Azul, para apostar al turismo rural y la gastronomía
Pablo Acosta siempre soñó con ser un pueblo. Sus 28 habitantes viven sobre un reservorio de agua mineral que podría dar este recurso por 300 años. Y cuentan que cuando el ex presidente Fernando De la Rúa salió con el helicóptero de la Casa Rosada en 2001 y nadie sabía dónde podía estar, en realidad estaba acá, en el almacén que una familia restauró y que, apostando por el turismo rural y la gastronomía, logró reactivar el paraje serrano donde las formaciones rocosas más antiguas de la Tierra son el telón de fondo de un paisaje encantador.
Pablo Acosta está en el partido de Azul, sobre la 80, una ruta olvidada y poco transitada, de las tantas que tiene la provincia de Buenos Aires. El camino cruza el cordón serrano Boca de Sierras, una Reserva Provincial, una Base Naval de la Armada, un Monasterio Trapense y hasta un arroyo, el de Los Huesos. El dorado de los trigales contrasta con los cerros y con el tempranero maíz. En una lomada se ve a lo lejos una antigua antena telefónica que ya no presta servicio, un puñado de casas y una tupida arboleda. El paisaje es íntimo, atrae. Una centenaria esquina que parece estar pintada sobre ese horizonte es el motivo por el cual el pueblo no desapareció: El Viejo Almacén, rosa de los vientos donde los sabores criollos y la tranquilidad conviven en solitaria armonía.
“El pueblo tiene 28 habitantes, pero hemos llegado a convocar a 600 personas en el almacén. Nosotros vivíamos en Azul, pero decidimos cambiar de vida. Sabíamos de este lugar, le propusimos al dueño un plan de restauración y aceptó. Nos pusimos a trabajar toda la familia y nos ayudaron muchos amigos”, explica Viviana Coluccio, técnica en Turismo, que junto a Fabián Vendemila y sus cuatro hijos lograron refundar el único patrimonio original de un pueblo al que le demolieron hasta la estación de tren.
“El pueblo llegó a tener 500 habitantes, pero nunca se fundó. La estación fue la última en inaugurarse en Buenos Aires, y la primera en cerrarse, en 1969. Por alguna razón pidieron su demolición y costó tres meses en borrarla del mapa. Cuentan que no podían partir los cimientos… ¿Por qué la mandan a demoler? Nadie lo sabe”, indaga Viviana.
Un mojón en el mapa
“El Almacén es el único sitio histórico de un pueblo desaparecido –dice–. La restauración llevó mucho trabajo, nos ayudaron amigos de Azul. Queríamos tomarnos cuatro años, pero cuando nos dieron las llaves había programada una carrera de bicicletas que largaba en el almacén y nos pedían servicio de comida. No pudimos decirle que no”, recuerda.
Esta esquina fue siempre un mojón en el mapa y en el sentimiento de quienes caminan estas huellas serranas. En un mes tuvieron que hacer el trabajo de años. Todo Azul les dio una mano: la cooperativa eléctrica, la luz; una distribuidora, mercadería. El día de la carrera llegaron 600 personas. “Nos quedamos sin comida”, cuentan. Ahí es cuando la figura de Fabián entró: “¿Qué es lo que hace una persona cuando va al campo? –se preguntó–. Come un asado”.
El Viejo Almacén
Justamente ese mediodía Fabián estaba haciendo un asado para su familia, pero terminó ofreciéndoselo a los primeros clientes. El secreto se había desnudado: “La comida que hacemos para nosotros, es la que ofrecemos”, sostiene ahora este cocinero innato, que estudió en el campo asando todo tipo de carnes desde que tiene uso de memoria.
Nadie olvida el sabor de un cordero tierno, o de un vacío en su punto, hecho con paciencia. Esos aromas no se borran, y menos cuando el horizonte se extiende cientos de kilómetros. Después de esa apertura, jamás volvieron a cerrar. Para completar la liturgia sibarita, construyeron dos cabañas debajo de la sombra de serviciales árboles. La recuperación estaba germinando y, con los años, creció.
“El Viejo Almacén de Pablo Acosta”, como se lo conoce, atrae a gente de todos lados. “Quien viene acá busca evadirse. Las familias que viven en las ciudades no hacen comidas elaboradas, son más bien rápidas. Acá nuestra cocina está ligada a las recetas de la abuela y a lo que comen las personas de la zona”, cuentan. El recetario incluye vizcacha, mulita, jabalí, carpincho, lechón, cordero y carne de vaca al asador.
Hitos y relatos
Debajo del paraje hay un río de agua mineral encapsulado. Según el INTI, hay reservas para 300 años. “Parece mentira, pero te podés bañar con agua mineral”, dice Viviana. También recomienda venir con tiempo, porque acá las agujas del reloj se mueven lentamente.
Pablo Acosta tiene hitos en su historia. A unos cuantos kilómetros, por la misma ruta 80, está la Base Naval Azopardo, donde estuvo presa María Estela Martínez de Perón. “Todos los libros de la biblioteca de la Base están cocidos por ella, la hicieron trabajar”, apuntan. Siguiendo por la misma ruta se halla el Monasterio Trapense, donde un grupo de monjes hicieron voto de silencio. Se rigen por las normas creadas por San Benito en el siglo VI. Carlos Saúl Menem, cuando era presidente, decidió hacer allí un retiro, pero a los pocos días los Monjes lo invitaron a retirarse, porque la paz del lugar se vio invadida por periodistas.
Y el Viejo Almacén fue testigo directo de un hecho que marcó la historia argentina. Cuando el ex presidente De la Rúa abandonó en helicóptero la Casa Rosada, voló hasta la estancia Santa Rosa, a metros de Pablo Acosta. “Una tarde llegó De la Rúa con dos custodios, quiso comprarse un par de alpargatas, pero buscó en su bolsillo y no tenía plata. Uno de los custodios se las tuvo que pagar”, cuentan.
Pablo Acosta volvió a vivir por el esfuerzo de una familia. La idea enamora, y hacen lo posible por contagiarla. “Acá podemos vivir del turismo. Es una elección de vida, poder criar a mis hijos en un lugar así es la mejor decisión que hemos tomado”, concluye Viviana entusiasmada.
Leandro Vesco. La Nación.