Maradooo, Maradooo

Escribe: Eduardo A. Volonté.-

Aquel 14 de enero de 1995, le faltaban 171 días para cumplir un siglo de vida.

Ese día, en que simplemente se agotó su casi centenaria vida, bien podría haber recordado en sus últimos instantes, sus propios versos: “Vuelvo con las manos vacías,/ todo lo he dado./ Luz de las estrellas para alumbrar/ el camino./ Mi corazón humilde se lo ofrecí/ al destino./ Regreso pobre de amor, de ensueños/ y de esperanzas./ Una carga de lágrimas sólo/ he traído, un dolor puro y santo/ como un niño dormido”.

No muchos pueden exhibir una vida tan extensa y a la vez tan intensa y fecunda al servicio de los demás, como la suya.

Esteban Laureano Maradona, de él se trata, nació en Esperanza, pcia. de Santa Fe, el 4 de julio de 1895 y falleció en Rosario el 14 de enero de 1995.

Entre ambas fechas tuvo una vida intensa, multifacética, pero determinada por una constante: servir al prójimo.

Recibido de médico en la UBA en 1928 con diploma de honor, se trasladó a Resistencia donde abrió su consultorio, a la vez que ejercía el periodismo y daba charlas. Sus opiniones no eran del agrado de la dictadura de turno, por lo que debió refugiarse en la vecina Paraguay, donde llegó sin plata ni documentos.

Luego de algunos inconvenientes y al desatarse la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, se dedicó a curar heridos sin importar el bando al que pertenecían y donando sus sueldos a los soldados. En la escuela que utilizaba como hospital carecía de casi todos los elementos necesarios, llegando incluso -según sus propias palabras- a enterrar en el patio a los muertos, sobre todo cuando eran niños.

Finalizada la guerra en 1935, a pesar de los intentos paraguayos para retenerlo allí, regresó al país pensando en instalarse en Buenos Aires, pero antes visitar a su hermano que era Intendente en la ciudad de Tucumán.

Pero el destino marcó otro rumbo para su vida.

Una breve parada 

El 2 de noviembre de 1935 el tren se detuvo en el paraje Guaycaru, hoy Estanislao del Campo, a 240 km de la ciudad de Formosa para un cambio de locomotora.

En el andén un grupo de personas clamaban por un “curador” para atender a una mujer que pronta a parir se debatía entre la vida y la muerte.

Maradona no dudó. Abandonó el tren y en sulky se internó en el monte para atender a la mujer, salvándola a ella y a su beba.

Cuando regresó para sacar su pasaje y proseguir viaje, una multitud de enfermos reclamaba su atención en el andén.

Así fue como Maradona decidió quedarse allí, casi en medio de la nada, en ese caserío poblado de pilagás, matacos, mocovíes y tobas.

No fueron fáciles sus inicios ante el recelo de los curanderos aborígenes, con los cuales en base a paciencia llegaría a convivir.

Y allí en un rancherío signado por la pobreza, sin luz ni agua, Maradona vivió durante los próximos 51 años de su vida.

El Doctor Dios 

De la precariedad de sus recursos, el mismo lo reseñó: “hice medicina gaucha, a los ponchazos, como pude. ¿Estetoscopio? Nunca tuve. Un tubo de cartón cumple la misma función”. “He tenido que operar arriba de la carreta, atender partos bajo la luz de la luna o las estrellas”.

Obviamente no había allí farmacia, por lo que se convirtió en un experto en hierbas medicinales.

Las duras condiciones de vida de aquellos aborígenes no le fueron indiferentes. Así encabezó sus reclamos por tierras y sus derechos; fundó una escuela, les enseñó a sembrar y hacer ladrillos. Hasta supo encontrar agua en las plantas.

Nada más merecido que el apodo de Piognak, que le pusieran, y que en lengua pilagá significa Doctor Dios.

Su profesión, sus tareas comunitarias, su permanente estar al servicio de los más pobres, no le restó tiempo para una fructífera labor como escritor. Publicó «A través de la Selva», «Recuerdos campesinos», «Una planta providencial».

A la espera del cumplimiento de la resolución del Senado de la Nación de publicar sus obras, quedan entre otra veintena de títulos: «Animales cuadrúpedos americanos» (tres volúmenes), «Aves» (tres volúmenes) , «Historia de los obreros de las ciencias naturales», «El problema de la lepra», «Plantas cauchígenas», Dentrología (cinco volúmenes), Historia de la ganadería argentina, La ciudad muerta, Vocabulario toba-piligá.

A finales de los años 70, fue “descubierto” por el periodista de Primera Plana, Francisco Juárez. De allí en más comenzó a llegarle el reconocimiento público, pero eso para nada lo hizo cambiar su estilo de vida (usaba una lámpara a querosene, hacía fuego en el suelo, solo tenía dos mudas de ropa) ni sus concepciones sobre la vida y la medicina, o sobre cuál era su rol en la vida.

En 1986 debido a algunos problemas de salud debió ser trasladado a la ciudad de Formosa y posteriormente a Rosario para vivir con sus sobrinos hasta su muerte.

Allí le siguieron llegando los homenajes y reconocimientos nacionales e internacionales. Incluso tres postulaciones al premio Nobel.

Libros, documentales, cancioneros, su nombre en bibliotecas, hospitales, calles y paseos, son algunas de las formas en que en distintos puntos del país se la ha brindado homenaje.

Cómo dijéramos, el 14 de enero de 1995 se apagó su vida. Pero su ejemplo de vida siguió para siempre.

El Congreso de la Nación le rindió su homenaje mediante la sanción el 27 de junio de 2001 de la Ley 25.448, por la cual en conmemoración de su natalicio se instituyó el 4 de julio como Día Nacional del Médico Rural.

Solía decir, con su modestia característica: “Yo no hecho más que cumplir con el clásico juramento hipocrático de hacer el bien a mis semejantes”

Vaya si cumplió con creces ese juramento.-

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