Escribe. Eduardo A. Volonté
Hace 134 años atrás, un movimiento de profundo contenido reparador sacudió no solo al gobierno de entonces, sino que cuestionó también al modelo mismo de sociedad imperante, basado en la corrupción política y administrativa, la marginación popular, la especulación y el desenfreno.
El 26 de Julio de 1890, la población de Buenos Aires vio materializarse en los hechos la revolución que ya casi podía palparse en el ambiente. Confluían en ella diversos sectores, hombres de distintos orígenes, llevados por motivos también diversos.
Se daban cita allí, aquellos que como Mitre se oponían al gobierno Intentando rescatarlo para la oligarquía porteña; quienes se oponían solapada y subterráneamente a Juárez Celman, como el propio Roca, concuñado, del presidente y mentor de su candidatura.
Confluían también aquellos encabezados por Pedro Goyena, José Manuel Estrada y el grupo católico, que se oponían a un vicio del gobierno — como fuera denominado— y que lo era su liberalismo anticlerical.
Y estaban por último, quienes comprendían el profundo sentido que debía tener aquella gesta cívico—militar, encabezados por el verbo fogoso y romántico de Leandro Alem, los demoledores argumentos de Aristóbulo del Valle, la tarea sin pausas de Barroetaveña, Yrigoyen y tantos otros jóvenes de aquellos tiempos que no se resignaban a con vivir con la obsecuencia y mediocridad de los adulones del unicato reinante.
SU VIGENCIA
En esta heterogeneidad del frente opositor, donde como bien se ha dicho “no todos los opositores fueron revolucionarios”, estaba sin duda el germen de las contradicciones, dudas, y vacilaciones qué llevaron al fracaso en el plano militar de esta revolución.
No obstante ello, como lo expresara con acierto el senador Pizarro en los días posteriores al enfrentamiento armado “la revolución está vencida, pero el gobierno está muerto”, al punto tal que Juárez Celman debió renunciar a su cargo días después.
Esta renuncia fue quizás el logro inmediato y puntual de los acontecimientos revolucionarios, pero hubo otros solo posibles de evaluar desde la distancia que el transcurso del tiempo impone.
Él más trascendente de ellos es sin duda que en aquellos días tan plenos de heroísmo, sano patriotismo y también confusión; de ese levantamiento contra una realidad injusta y agobiante surge con un vigor que aún perdura, la Unión Cívica Radical, como el primer partido político argentino compuesto de una identidad definida, de una estructura orgánica e impersonal, participativo en sus métodos internos, que lo llevara cuarto de siglo después a acceder al poder como producto de la soberana decisión de un pueblo que merced a la lucha del radicalismo había logrado conseguir el voto secreto, universal y obligatorio, y con ello una real democratización de las prácticas políticas.
Hoy, 134 años después, y dejando para las elucubraciones históricas, qué hubiera sido la historia de este país si la revolución hubiese triunfado, resulta válido recordar a la distancia aquellas jornadas en las que aquel conjunto de patriotas que viendo postergados sus derechos, escarnecida la Patria y vulneradas sus instituciones, no dudaron y supieron asumir su papel cabal de ciudadanos, aunque para ello debieran sacrificar bienes, amor, honor, comodidades y, muchos incluso, la propia vida.
El noventa ya es parte de la historia argentina. Es del radicalismo, porque allí encuentra esta fuerza política popular su génesis y razón de ser. Pero también es de todos aquellos que sienten vibrar dentro de si el afán de construir una Argentina plena, justa, que armonice el desarrollo con la libertad.
Por eso, el recuerdo de aquellos acontecimientos del Parque, tiene que ser para todos un nuevo compromiso de no bajar los brazos, de seguir adelante en esa marcha todavía inconclusa hacia la verdadera independencia, un aliento a afrontar las dificultades, una Incitación al protagonismo; a renovar los métodos y redefinir los instrumentos, pero a mantener siempre firme el objetivo supremo de lograr la felicidad del pueblo argentino.