Ocurrió el 27 de septiembre de 1999 en un santuario de esa ciudad bonaerense. La muerte de un vecino, el número 666 y una condena.
Amante de los bailes y las fiestas, en especial la de San Baltazar, el santo cambá, que era devoto de San La Muerte, cuenta la leyenda que no solo desertó del Ejército sino que su rebeldía lo llevó a conquistar a la mujer que pretendía un comisario. Esa desobediencia junto a otras actitudes “robinhoodescas” de robar a los ricos y repartir entre los pobres peones lo llevó a su sentencia a muerte.
Se dice que el coronel Vázquez que lo degolló sufrió en carne propia la frase que le regaló Gil Nuñez antes de morir: “Con la sangre de un inocente se curará a otro inocente”. Tal es así, que al llegar a su casa tras haber entregado la cabeza de su víctima a las autoridades, encontró a su hijo moribundo. En la desesperación cabalgó hasta la zona donde habían enterrado el cuerpo del gauchito Gil y aún había tierra humedecida con la sangre del héroe de los pobres. Con sus manos tomó parte de esa tierra y untó a su hijo, que empezó a reaccionar. Era un milagro. El milagro que dio el primer paso al mito.
Con el paso de los años, ya sea al costado de una ruta en un santuario improvisado o en algunas construcciones más destacadas, la devoción al Gauchito Gil se expandió por todo el país y se convirtió en el santo pagano más querido. Acompañado por la crisis de finales de los ‘90 y principios de 2000, hubo un crecimiento en las manifestaciones populares hacia él, y las banderas rojas comenzaron a poblar ciudades y barrios.
Y puntualmente uno de esos altares, encierra unos de los crímenes más sonantes de la provincia de Buenos Aires. Ocurrió el 27 de septiembre de 1999 en Cañuelas, donde Luis Alberto Romero era el impulsor del santuario más famoso de esa localidad bonaerense conocida como la Capital Nacional del Dulce de Leche.
Escena dantesca
Ese día, el cuerpo de Romero apareció amordazado, con diversas heridas de cuchillos y con las manos atadas con cintas para embalar. Entre velas, botellas y estampitas, un puntazo había terminado con su vida. El rojo que siempre decoraba el lugar se mezclaba con el rojo sangre del cuerpo de la víctima. Al llegar al lugar, la Policía encontró escrito con sangre en las paredes el número 666, que simboliza al diablo.
Además, había gran cantidad de huevos arrojados contra una misma pared. Y aunque se denunció que se habían robado objetos de valor, los elementos y la escena encontrada llevaron a los pesquisas a pensar que se trataba de un ritual satánico.
Sin embargo, la familia de Romero denunció que le habían robado electrodomésticos y objetos de valor. Y horas después, y a unos 500 metros del crimen, apareció un auto abandonado e incendiado, con los restos de los electrodomésticos. El vehículo era de la concubina de Hernán Celestino Colman, un vecino de Romero. La mujer dijo que al auto se lo habían robado, pero la historia no cerró.
Además, diferentes imágenes del Gauchito Gil fueron encontradas en la casa del hombre tras allanamientos de la Policía. Colman aseguró que estaban allí porque su mamá, que vivía en la zona norte del conurbano, vendía ese tipo de objetos.
La Justicia, lenta, lo llevó al banquillo recién en 2006. Allí el Tribunal Oral III de La Plata, integrado por los jueces Omar Pepe, Ernesto Domenech y Elba Demaría Massey, dio por probado que Colman fue el autor del crimen. Lo condenó a 18 años de prisión, aunque como era época del 2 x 1 y llevaba más de seis detenido, le quedarían menos de cinco tras las rejas.
Además de la condena, durante el proceso, Guillermo Herrera, un hombre que iba a declarar como testigo y que vivía con Colman, fue detenido y los magistrados pidieron investigarlo ya que entendieron que una prueba lo comprometía en el asesinato. Era una botella de cerveza encontrada en la escena del crimen con sus huellas digitales. (DIB) FD