Nunca he conocido a nadie a quien le hubiesen molido a
palos.
Todos mis conocidos han sido campeones en todo.
Y yo, tantas veces despreciable, tantas veces inmundo,
tantas veces vil,
yo, tantas veces irrefutablemente parásito,
imperdonablemente sucio,
yo, que tantas veces no he tenido paciencia para bañarme,
yo, que tantas veces he sido ridículo, absurdo,
que he tropezado públicamente en las alfombras de las
ceremonias, que he sido grotesco, mezquino, sumiso y arrogante,
que he sufrido ofensas y me he callado,
que cuando no me he callado, he sido más ridículo todavía;
yo, que les he parecido cómico a las camareras de hotel,
yo, que he advertido guiños entre los mozos de carga,
yo, que he hecho canalladas financieras y he pedido prestado
sin pagar, yo, que, a la hora de las bofetadas, me agaché
fuera del alcance las bofetadas;
yo, que he sufrido la angustia de las pequeñas cosas
ridículas, me doy cuenta de que no tengo par en esto en todo el
mundo.
Toda la gente que conozco y que habla conmigo
nunca hizo nada ridículo, nunca sufrió una afrenta,
nunca fue sino príncipe – todos ellos príncipes – en la vida…
¡Ojalá pudiese oír la voz humana de alguien
que confesara no un pecado, sino una infamia;
que contara, no una violencia, sino una cobardía!
No, son todos el Ideal, si los oigo y me hablan.
¿Quién hay en este ancho mundo que me confiese que ha
sido vil alguna vez?
¡Oh príncipes, hermanos míos,
¡Leches, estoy harto de semidioses!
¿Dónde hay gente en el mundo?
¿Seré yo el único ser vil y equivocado de la tierra?
Podrán no haberles amado las mujeres,
pueden haber sido traicionados; pero ridículos, ¡nunca!
Y yo, que he sido ridículo sin que me hayan traicionado,
¿cómo voy a hablar con esos superiores míos sin titubear?
Yo, que he sido vil, literalmente vil,
vil en el sentido mezquino e infame de la vileza.
Álvaro de Campos (seudónimo)
Fernando Pessoa
EL ESPACIO DE LOS CUENTOS PARA SER LEIDOS
LA SOLEDAD
Dispuesto a convertirse en el primer orador de la ciudad, se encerró en su casa y a solas, durante muchos años, practicó el arte de la oratoria. Pulía cada frase, cada inflexión de la voz, cada silencio. Ensayaba ademanes, gestos, pasos. Era capaz de repetir una y mil veces un vocablo hasta que el sonido alcanzase la perfección. Y entretanto se negó a recibir a nadie, a conversar con nadie. Temía que los demás le corrompiesen el estilo, le contagiasen sus trivialidades, sus torpezas de dicción, esas rústicas modulaciones con que habla el pueblo. Cuando, finalmente, decidió que no le quedaba nada por aprender, salió de su casa, se encaminó al ágora y en presencia de la multitud pronunció su primer discurso. Nadie entendió una palabra. “¿Qué idioma es ese?”, preguntaban los curiosos. Algunos se rieron, otros le arrojaron piedras, la mayoría se fue a presenciar las exhibiciones de los cómicos.
Marco Denevi