Un nuevo 2 de abril, una nueva guerra

Resulta ser una verdad revelada lo que acontece cuando el calendario se posiciona cada año en el 2 de abril. En esa fecha y desde hace casi cuatro décadas, la sociedad argentina en su conjunto no puede abstraerse del recuerdo de aquella madrugada en 1982 cuando se anunció el desembarco de tropas del Ejército y la Armada en Puerto Argentino con la consecuente recuperación de una porción del territorio nacional hasta ese momento en manos de la corona británica.

El inexorable transcurrir del tiempo determina que en el presente, casi la mitad de la población del país, o bien no había nacido en 1982 o no tenía la edad suficiente para alcanzar el umbral de razonamiento y memoria necesarios para fijar un recuerdo sólido de la llamada “Gesta de Malvinas”. No obstante, esa franja etaria de la sociedad vive la jornada casi con la misma intensidad con la que lo hacemos no solo los veteranos de guerra sino además quienes la vivieron desde el continente.

El 2 de abril es -por decirlo de alguna forma- un día de conmemoración diferente. No es lo mismo recordar grandes hechos de la historia nacional que refieren -por ejemplo- a la consolidación de la independencia evocando la memoria de personajes a los que no tuvimos el gusto de conocer, que rememorar una guerra con el grueso de sus protagonistas aún vivos, lúcidos y muchas veces con ganas de contar la experiencia malvinera en primera persona.

Siempre me permito “jugar” con una coincidencia del destino diciendo que si para un argentino cualquiera el 2 de abril es importante, para mi lo es más ya que nací el jueves 2 de abril de 1959. Me permito aportar de paso otro dato casuístico de
aquella lluviosa mañana en la que llegué al mundo. Un par de horas antes de mi nacimiento, lo hacía el presidente Alberto Ángel Fernández. Estoy seguro de que aquel día, Celia -mi madre- no imaginó que 23 años después su hijo sería parte de una guerra. Estoy seguro además, que la madre del actual primer mandatario (quien también, casualmente, se llamaba Celia) no pensó que estaba trayendo al mundo a quien 60 años más tarde sería el 53º presidente de la República Argentina y muchísimo menos que a su recién nacido hijo le tocaría comandar en suelo argentino una batalla a nivel mundial contra un enemigo
muchísimo más poderoso que cualquier fuerza militar del planeta.

Pequeño resumen de aquella guerra

La guerra de Malvinas -perversa y cruel como toda guerra- tuvo algunas particularidades entre las que me permito destacar el hecho de que se hubiera librado dentro de los acotados límites establecidos unilateralmente por el enemigo. Inglaterra trazó un círculo de 200 millas marinas con epicentro en el corazón de las islas y Argentina aceptó de facto y sin dudarlo que ese sería el “campo de batalla”. Es por ello que, salvo algunos operativos de oscurecimiento en localidades del sur continental, el 90% del país prosiguió con su rutina habitual mientras que la “lejana guerra” transcurría allá, en otra parte. A tal punto se hizo carne este concepto que aún en nuestros días intentar explicar que el hundimiento del crucero ARA General Belgrano no fue un crimen de guerra -el buque era un objetivo militar válido y por lo tanto pasible de ser atacado- nos puede generar un severo reproche. “¿Cómo dice usted eso si lo hundieron fuera de la zona de exclusión?” recibirá como respuesta quien intente explicar el ABC de la guerra.

El 2 de abril de 1982, con la torta de cumpleaños en una mano, me abracé con un amigo que vino a despedirme, le di un beso a cada miembro de mi familia y sin mirar atrás subí por la planchada de mi buque, el “Río Cincel”. Pasadas las 21, la nave soltó amarras desde la dársena «B» del puerto metropolitano. 40 marinos profesionales más cinco cadetes de la Escuela Nacional de Náutica (dos de ellos mujeres) integraban la dotación de la nave. Un novedoso aparato instalado por primera vez en un buque nacional llamado “Navegador Satelital” o GPS, que prometía dejar atrás la navegación astronómica y transformar
el arte de navegar en un cuento del pasado (aunque nadie creía que “esa cosa” funcionaría) había sido instalado el día anterior a la partida y un sobre con instrucciones militares que debería ser abierto en un momento determinado sólo conocido por Juan Carlos Trivelín, a la sazón Comandante de la unidad, completaban el combo pre-bélico. Esos eran los únicos datos concretos de los que teníamos conocimiento. Todo lo demás era tan incierto y misterioso que hizo que con el correr de los días algunos llegáramos a pensar que seríamos parte de un enorme show montado por Estados Unidos para darle marco a la devolución de las Islas por parte de “Su Majestad”. Nos equivocamos feo, no hace falta que lo diga.

Con bodegas repletas de carga para la Fuerza Aérea Argentina, divisamos Puerto Argentino en la mañana del 7 de abril, convirtiéndonos así en el primer buque de la Marina Mercante Argentina en llegar a las Islas recién recuperadas. Cumplimos en ese mismo momento con lo que habíamos jurado alguna vez: seguir fielmente a nuestra bandera y defenderla hasta perder la vida. El pabellón nacional flameaba victorioso en el mástil que se divisaba desde el mar y allí estábamos precisamente para defenderlo. Obviamente, en nuestro caso particular la patria no nos exigió tanto como a los 649 héroes que regaron con su
sangre la turba y el agua de las islas. Pero sí destaco que además pudimos honrar el juramento profesional de todo marino, el que determina la obligación de defender a como dé lugar la vida humana en el mar. Un muy arriesgado y difícil rescate de una dotación de infantes de marina que tripulaba una embarcación a la deriva en medio de un mar embravecido fue mucho más que el cumplimiento de un deber; fue algo que nos cambió la vida.

En 1982, sin celulares, sin Internet, sin cámaras digitales de fotografía y sin más noticias continentales que las que se podían “pescar” con alguna radio portátil desde el camarote y usada contrariando la orden de no hacerlo, no nos quedaba más remedio que alentarnos, consolarnos, elucubrar teorías y predecir nuestro futuro como mejor nos complaciera entre los miembros de la tripulación. Nadie sabía en el fondo que pasaría al día siguiente, si es que había día siguiente. ¡Igualito que ahora!

Desde Buenos Aires se organizaba la ayuda solidaria, colectas, recolección de alimentos, cartas para los soldados en las trincheras, ropa de abrigo y gorros de lana tejidos por una nueva generación de “Damas Patricias” o si lo prefiere personas con un enorme sentido solidario. Si pensamos en la cantidad de gente que en estos momentos se ha puesto a hacer barbijos y máscaras, volvería a decir que aquello fue…¡igualito que ahora!

Quienes no fueron a Malvinas me han contado que aquí en el continente, oficinas, bares y hogares se transformaron en foros de debate sobre la guerra y se hacían vaticinios solo comparables en intensidad con los referidos al inminente mundial de
fútbol que en parte coexistió con el conflicto bélico. Prodigiosos estrategas militares mutaban a directores técnicos en cuestión de minutos. Dejando de lado que la cuarentena no permite juntarse y fomentar el debate, pero considerando que las redes sociales y los medios de comunicación son mucho más masivos y penetran hasta por los poros en cada uno de nosotros, me arriesgo a decir, una vez más, ¡igualito que ahora!

El 14 de junio, en forma coincidente con la rendición, volvimos a Buenos Aires, amarramos en uno de los ahora remozados diques de Puerto Madero. Nos abrazamos -nuevamente- con nuestros seres queridos (únicos presentes para recibirnos), el aire olía a derrota, mientras agentes de inteligencia naval nos ordenaban no contar nada de lo que pudiéramos haber visto, oído o vivido en las islas. Una pequeña “muestra» de las libertades ciudadanas de aquellos años, que contrasta con lo que tras 37 años de democracia supimos cambiar entre todos.

Humilde reflexión sobre esta “guerra”

Lo que para nada es ahora “igualito” a 1982 es precisamente el diámetro del área de exclusión al que antes hice referencia.
Ahora el teatro de operaciones es el planeta entero. Malvinas era “allá”. El COVID-19 es acá y la palabra “acá” en este caso aplica para cualquier lugar del mundo desde el cual se lea esta columna.

Confinados en nuestros hogares al igual que los ex combatientes en sus trincheras malvineras, somos constantemente bombardeados por comentarios de señores que dan cátedra de cómo protegernos del contagio al tiempo que escuchamos a otros señores que indican que lo mejor es contagiarnos entre todos para generar anticuerpos a nivel universal. Transcurrimos este complicado presente confiando en nuestros generales de la política, los que gracias a Dios han decidido marchar juntos y con el mismo uniforme ideológico al menos por una vez. Lo hacemos aún sabiendo, en el fondo, que por mucha buena voluntad que pongan, no se prepararon para esta imprevisible guerra y están atravesando un campo minado tratando de aprender de los errores que cometen quienes van un paso adelante y vuelan por los aires junto a sus miles de compatriotas muertos. Nos limitamos a llevar la cuenta diaria de heridos y fallecidos en “combate”, mientras aplaudimos a soldados simbólicos o reales a las 21 de cada día por su lucha para cuidarnos al tiempo que ellos nos dicen casi de rodillas que el mejor tributo no es el aplauso sino que no salgamos al campo de batalla, campo que comienza precisamente en la puerta de cada una de nuestras casas. No es menos cierto que cada día de encierro hace que a millones de argentinos el agua les llegue un poco más cerca del cuello y que no hay a la vista respuestas para muchas preguntas y amplios sectores medios de la sociedad
sienten que para ellos no hay plan B.

Miedo, incertidumbre y ansiedad. También esperanza, ilusión y fe. A 38 años de la gesta de Malvinas, lo que para algunos de nosotros puede llegar a ser “la segunda batalla” para la gran mayoría de la sociedad es la primera. Más cruel, violenta y mortal que cualquier experiencia anterior en la historia reciente. Tal vez si se lo piensa detenidamente cuando salgamos de esta, los que sobrevivan a la pandemia serán todos veteranos de guerra. En el corto plazo y a nivel local, esta vez la patria no nos pide seguir a su bandera a ningún lado, no nos pide el sacrificio sublime de entregar la vida. Por el contrario, nos pide que la cuidemos, que nos quedemos en casa y que -sin tener necesariamente formación militar- aceptemos por una vez cumplir una orden del comandante que -en el fondo- se parece más a un ruego.

En lo personal, no será seguramente este mi mejor cumpleaños, seguramente tampoco lo será para el Presidente ni para miles de argentinos. No habrá fiesta, no habrá cena familiar, no habrá ni torta ni feliz cumpleaños, hasta soplar una vela parecería un acto irresponsable y más si se junta gente a corta distancia para hacerlo.

Por eso lo invito a reflexionar sobre la fecha que en este día recordamos: hoy formalmente es el día de homenaje a los Caídos en Malvinas y de los Veteranos de Guerra. No hay ningún lugar al que se pueda ir a aplaudir, a abrazar o a vivar a los ex combatientes. No hay desfile, misa, acto o conmemoración alguna. Entonces qué mejor forma de honrar a quienes lo dieron todo sin pedir nada a cambio, que dar de nuestra parte en esta ocasión lo poco que se nos pide, y que no es más que cuidarnos y cuidar a nuestro prójimo. ¡Por favor, quedate en casa!
Por Fernando Morales ( Infobae).

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